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¿Una Ficticia más?
Por: Neftalí Coria
¡Agripina me había preguntado por Paura! Nos instalamos en la mesa. Llegaron las cervezas para los recién llegados sin que las hubieran pedido. La mesera los saludó y era obvio que sabía lo que cada quien bebía. Brindamos con el sonido alegre del vidrio y palabras por todos lados.
—Hubieras invitado a la Pauris –arremetió Agripina–, otras veces la hemos pasado muy bien aquí.
No respondí nada, o dije algo así como “para la próxima”, pero sin salir de mi desconcierto.
–Todos queremos salvarnos del calvario de la realidad, mi querido Neftalí –Dijo Lord Anton, palmeando sobre mi hombro y con una amabilidad que ya me era conocida.
Hubo risas y frases sobre la salvación de la vida. Yo asentía, pero estaba desconcertado como si hubiera caído en una trampa maldita, pero debía quedarme y enfrentar lo que estaba sucediendo. Y debo confesar que por un momento tuve miedo, como cuando se está bajo una amenaza de muerte. Ellos habían preparado aquel encuentro y ahora entendía lo que me dijo al teléfono Anabel: “…y tienes la obligación de asistir”.
La conversación entre ellos tenía como centro ese mundo suyo de anécdotas propias de los que habían vivido aventuras y momentos juntos, desde hacía tiempo. Y cuando llegó a la conversación otra pregunta sobre Paura, se miraron entre ellos y Agripina rompió el silencio con las preguntas:
–¿Y cómo está ella? Ya vive en tu casa ¿verdad?
Volví a tener un estremecimiento y quise decir algo, pero no pude pronunciar palabra. Algo, además de la vergüenza, me impedía decir que Paura me había dicho que no conocía a Agripina y por si fuera poco, afirmó no conocer el lugar, mientras que Agripina la había descubierto.
–¿Se conocen? –pregunté sin énfasis.
–¡Claro! Hemos bailado juntas. Y aquí la hemos pasado muy bien. Y la quiero –dijo con clara seguridad.
Me quedé callado y respondí cualquier cosa disimulando la sorpresa. Paura me había mentido y ya tenía suficientes señales de que la mujer que comenzaba a crecer en su novela, “su casa”, era un retrato fiel, de la que se escribía con mi mano. Y no eran mi mano y la Lobita quienes mentían. ¡Yo no estaba mintiendo! Con una cierta furia, pensé que debía escribirla con todo lo que pudiera arrastrar de mentiras y sus preciosos fingimientos de ser víctima de trata de blancas a la que había que rescatar de los “hombres malos”, entre los que seguramente tenía un amante que sería capaz de matarme. Estaba ante la mayor mascarada del amor en la que el único que no llevaba antifaz alguno, era yo. Y por mi bien, tenía que comenzar a ponerme una camisa de fuerza, aunque me doliera desterrar poco a poco el amor de mis tan débiles dominios. O por el contrario, como revancha, fingir yo la escritura de su novela y mentir yo en la escritura, aunque nunca lo hice antes. Dar un vuelco y mentir que todo era como ella misma me lo pedía: “Iremos juntos a mi casa de palabras, allá seremos los enamorados más felices del mundo.” Y comenzar a dar un vuelco en la historia con su máscara de la mujer buena y sencilla que hasta aquella misma mañana lo había demostrado en el fingimiento perfecto. De nuevo estaba con la perfecta simuladora; la que calla, la que omite, la que oculta, la que a las espaldas destruye, la que miente con la frialdad metálica.
–En el amor se juega la vida querido maestro –dijo el de la gabardina, como si escuchara lo que estaba pensando después de darle un trago largo a la cerveza.
¿Era una solución: escribir mintiendo, mediatizando, torciendo la verdad como retuercen las palabras los que fingen en la escritura y que tanto detesto? ¿Lo haría así? Debía tomar la decisión aunque me doliera enfrentar una calamidad de tal magnitud, pero ella lo merecía. Yo tenía en mis manos su vida, de eso no había duda y podía transformar la historia y su perfil en una mujer que viviera la verdad y su amor despertara en una transformación que ella jamás esperaba.
–Es el juego de pókar del corazón por excelencia –dijo categórico Lord Anton–, y es también el más alto riesgo pisar el borde de los abismos más hondos del alma y la oscuridad del corazón de la amada, porque cuando ella es la amada, y tú el que ama, vives en la cuerda floja del equilibrista creyendo que caminas sobre piso firme.
¿Estaban hablando de Paura y de mí? En los ojos de Anabel había una mirada de conmiseración, casi de lástima, porque estaba seguro que sabía que yo amaba a Paura, al menos eso me decían sus ojos.
Pedí la segunda cerveza, porque no me di cuenta en qué momento vacié la primera. Cuando la trajeron, levanté el tarro y brindé como el que ha tenido una revelación y en secreto brindé por la verdad.
Seguimos hablando, pero esta vez hablamos de lo que mi trabajo podría hacer por ellos. Ellos estaban bien sobre la tierra, pero su vida, su verdadera vida, estaba en las páginas de una novela y creían que yo era quien los iba a llevara su mundo verdadero.
–¿Y por que no buscan otros escritores que los lleven a donde quieren ir? –hice la pregunta para todos.
–No, eso no es posible –dijo Anabel.
–Hay los que pueden y los que no –dijo el de la gabardina–, pero la mayoría no puede, sencillamente porque desconocen el verdadero espíritu y el corazón de la ficción, y pocos reconocen sus errores, sus cambios, sus borrones, su derramamiento de sangre. A esos escritores los reconocemos muy bien y nos dan pena. Quieren fama y no Literatura.
–Les resulta muy fácil entrar a la ficción mientras escriben, y sin ser afectados, salir de inmediato como quien se baña con agua fría –dijo Lord Anton–. Creen que la historia que escriben no es verdadera.
–O creen en la asquerosidad del tema que se vende –habló con violencia el de la gabardina–, creen y usan a toda hora la pestilente palabra “tema”. Son las putas de las editoriales.
–Usted es el indicado –dijo sorpresivamente la mesera que estaba justo detrás de mí.
Era una muchacha morena clara de pelo largo de ojos grandes y su sonrisa era diáfana.
¿Una Ficticia más?