Por: Neftalí Coria
Sé que la actualidad es visual y nada puede detener esa invasión de lo que se debe ver para creer. Razones por las que el libro se ha desplazado y en consecuencia la lectura ya es más utilitaria, que para el desarrollo y ejercicio de la imaginación.
Una de las novelas indiscutibles es Pedro Páramo de Juan Rulfo y decirlo ya es lugar común, pero no es una novela de historia narrada de manera lineal, ni de fácil lectura. Su esqueleto poético es un hueso duro y propio del mundo rural sin faltarle al respeto al léxico y al castellano que se quedó en el campo desde el siglo XVI y persiste hasta hoy día.
Los personajes con nombres que le dan fuerza a su poética conformación es exacta. Imposible llevarla una representación que no disminuya en su valor imaginativo que le dan las palabras. Y es cierto que habrá buenas intenciones de llevarla al cine como la versión dirigida por Carlos Velo en 1966 con guión de Carlos Fuentes y Miguel Barbachano, la de 1976, con Manuel Ojeda y guión del propio Juan Rulfo, la de 1967 con John Gavin, Ignacio López Tarso, Pilar Pellicer, y de paso otra versión con Salvador Sánchez y Claudio Brook, en 1982, entre otras.
Para mi gusto, ninguna ha dado a la médula de la novela, sencillamente porque la novela está hecha de palabras de un lenguaje irrepetible y sin ellas nada sustituye su provocación sensorial. La fascinación de la novela está en el encuentro del lector con las palabras. La alta belleza está en la lectura de palabras y no en su representación (puede decirse que soy un necio a favor de las palabras), no es para tanto, porque otro ejemplo al revés, el caso de Como agua para chocolate, me pareció mejor la película que la novela, que se me cayó de las manos. Pero Pedro Páramo, no es lo mismo; acá estamos ante una novela innovadora en su lenguaje, en su estructura novelística, en su efecto de las palabras hacia la imaginación lectora. La novela se lee, para lo que las palabras provocan en el lector y con eso se tiene suficiente y más. Nada suple lo que la novela otorga a la imaginación lectora.
La reciente película estrenada en el Festival de cine de Morelia, es una representación más de lo irrepresentable, una emulación que en eso se queda. Pero ante un público que gusta del espectáculo visual, ya casi nada se puede componer, porque es un público que ha desechado la intimidad de la lectura y lo ha cambiado por el estruendo de la pantalla. Un público que puede ver la película y jamás leer una página de la novela y con eso tiene, porque no advierte ya la belleza de la lectura de novelas, y con Pedro Páramo, se pierde de la lectura de una de las novelas más hermosas en un lenguaje de la palabra escrita.
Por mi parte, he visto esta película con un galán representando a Pedro Páramo. Una película que ni con todas las herramientas que el cine presta, puede igualar o darnos la belleza que tienen las palabras a solas en el paraíso de la imaginación, en la que somos capaces de guardar una maravilla como se guardan los mejores tesoros de la vida, porque solo en la memoria de la imaginación puede ocurrir la grandeza del arte, y la novela de Rulfo, es una de las mayores piezas de arte de la literatura nuestra.
Nada más puedo decir de la película, en la que Pedro Páramo debió haber sido representado por mi amigo Joaquín Cosío y no por un actor que –siguiendo la parda costumbre del cine usando los acartonados modelos de tipos y prototipos que inventó Vsévolod Mayerhold, y que tanto daño han hecho a los repartos del cine y la televisión en México– es “bien parecido” y propototípico que nos recuerda que los caciques no son feos ni prietos, es decir, los ricos son gente limpia y bonita. No lo vi nunca así en la novela de Rulfo.
Pero también me pregunto, si tanto Pedro Páramo, como próximamente Cien años de Soledad, no serán solo un negocio que como máximo requisito, deben cumplir con la historia que el cine les impone, no hay duda que eso es lo que más pesa: el negocio de la industria hoy tan poderosa del cine.
Se dice que García Márquez, nunca, hasta su muerte, quiso que su novela se llevara al cine. Y en cuanto se murió, ahí van los hijos al negocio con esa novela que está en la misma situación estética que Pedro Páramo: es irrepresentable.
La película de Rodrigo Prieto es una película bien hecha, como cine, como cualquier película bien hecha, lo que defiendo es la palabra y su efecto. Nunca será indispensable que las buenas obras literarias sean llevadas al cine, para eso hay talento visual y cinematográfico en la gente que hace el cine, para que la pantalla grande, cuente sus propias historias y su patrimonio sea propio y no alimentado por la literatura. Podemos ver que esto es imposible, porque ya hace mucho tiempo que esta parásita costumbre es legítima y hoy hay escritores jóvenes, que escriben su novela con la ilusión que llegue al cine. La novela es la novela y se leen sus palabras y ahí debe acabar su cometido. En eso creo y pese a que –me lo dijo un amigo– “hay que vender cabrón, por eso estás pobre”. Imposible cambiarle la opinión a mi amigo que sigue regañándome. Y yo le dije que primero hay que saber escribir, hay que estudiar la manera más honda en su estética de llevar el mundo que vivimos a la novela y hacerlo para lograr obras literarias que cumplan con la estética que va en las palabras. Y eso ha sido mi fortuna, y aunque mi generación –en su falsa modestia– es tímida, yo valoro lo que he escrito y con eso cumplo mi trabajo, aunque lo tenga guardado. Terminar un libro es el final del trabajo; promoverlo para publicarlo con las mafias del mercado editorial, no ha estado en mi tolerancia.
La novela escrita y presente en el mundo ya rompe el equilibrio hasta del aire. No hay que llevarla a ninguna parte, ni al cine. Ella puede vivir con dos lectores que la vivan.