Más que un robot

Juan F. Perales V.


 

Kazarín se desplazaba con una agilidad asombrosa. No solo corría tras la pelota y la atrapaba en pleno vuelo, sino que giraba sobre sí mismo antes de hacerlo. Sus saltos, llenos de gracia y destreza, provocaban las carcajadas de Bety. Cada vez que la mascota la hacía sonreír, Bety olvidaba su ambliopía, condición médica que le inhibía paulatinamente la percepción tridimensional. Esos momentos eran los más felices del día. La terapia parecía funcionar.

Tras atrapar la pelota, Kazarín se la entregó a Luis, el “padre” de Bety. Al ver este tipo de acrobacias, Luis recordaba que Kazarín no era una mascota común y corriente. De hecho, su habilidad residía en su compleja programación, resultado de múltiples investigaciones y pruebas. Su nombre, una combinación de las palabras Kaza, de cazar, y Arin, un nombre propio coreano, popular entre los jóvenes amantes del K-pop, iba acorde con su notable comportamiento.

Luis lanzó la pelota aún más lejos, probando la nueva característica de Kazarín. La publicidad resaltaba que podía calcular la distancia, la velocidad y el punto de impacto en la tierra; su cerebro artificial competía con el de un perro educado, sin importar la raza. Después de correr rápidamente atrapó la pelota y regresó hacia ellos.

—Perro bobo —dijo Bety mientras se quitaba los lentes e interceptaba a Kazarín.

—Dámela a mí… —añadió, extendiendo la mano para tomar la pelota mientras con la otra lo cargaba.

Esa escena, realzada con el sol poniéndose en el horizonte, quedaría grabada para siempre en la memoria de Bety.

Veinte años después, sus recuerdos se convirtieron en objeto de estudio para los científicos más avezados en el campo del aprendizaje neuronal multimodal, una técnica innovadora en la Inteligencia Artificial que evolucionó rápidamente a partir de la introducción de los chatbots.

Los investigadores estaban interesados en confirmar si las acciones de Bety realmente se habían alineado con los valores y objetivos programados en Kazarín como una técnica experimental para ayudar a Bety con su ambliopía. Adicionalmente, querían explorar cuánto de su comportamiento había sido influenciado por el entorno cuidadosamente controlado para su interacción con la mascota, y cuánto se debía a la presencia de su padre.

El Dr. Peter, jefe de piso de investigación, activó el microchip de la memoria y reunió a sus colegas.

—Está contaminada —les dijo con una honda preocupación en su rostro.

—No podremos determinar su comportamiento —añadió, proyectando en la pantalla las imágenes borrosas de la escena.

—Necesitamos reactivar la memoria —afirmó con énfasis el Dr. Peter.

—Y, ¿la mascota? —preguntó Raquel, la joven investigadora, considerada un genio.

—Ese es el verdadero problema —afirmó el Dr. Peter, deteniendo la proyección.

—Ya no las fabrican —añadió, consternado.

Los miembros del equipo de investigación se miraron unos a otros. Estaban en un punto muerto. Todos sus esfuerzos serían en vano si no se encontraba una alternativa que, además de viable, no se desviara de los parámetros programados en el cerebro de Kazarín.

Volviendo al pasado, Bety le dijo a Kazarín, una vez que lo dejó en el suelo:

—Corre, corre.

Kazarín sacó la lengua, pero no obedeció. Se quedó mirando las grandes gafas de Bety y, sin previo aviso, se lanzó a sus brazos.

—Esta vez, tienes que correr —dijo ella mientras lo ponía nuevamente en el piso.

—Corre, anda —le insistió, pero el perro permaneció en el mismo lugar.

La pelota, lanzada por su padre, subió al cielo, y tras caer lejos de ellos y rebotar varias veces, terminó en los brazos de Bety.

Kazarín simplemente corrió hacia Bety y saltó a sus brazos, atrapando la pelota mientras ella lo cargaba y lo colmaba de besos.

—Esta es la parte más difícil de explicar —dijo el Dr. Peter, al cambiar de escena.

—¿Cómo supo el perro dónde caería la pelota? —preguntó él, añadiendo:

—Ninguna de las mascotas ha logrado eso, aun con los avances actuales.

—¿Alguien tiene alguna explicación? —terminó preguntando.

Mientras todos se cuestionaban cuál era la razón del comportamiento de Kazarín, Luis llegó de prisa, solicitando una reunión con ellos. Llevaba en sus brazos el esqueleto de lo que parecía un perro.

—Es Kazarín —dijo Luis, entre sollozos.

—Mi hija lo enterró en el jardín, antes del cortocircuito que la fundió.

El esqueleto metálico que Luis tenía en los brazos parecía roto y desgastado, pero los ojos del Dr. Peter brillaron con emoción al verlo.

—¿Podemos…? —empezó a preguntar, pero su voz se ahogó en su garganta.

Luis asintió, depositando a Kazarín con cuidado sobre la mesa de laboratorio. Los investigadores rodearon la mesa, examinando la figura robótica con una mezcla de fascinación y miedo.

—¿Cómo sabes que esto es Kazarín? —preguntó Raquel, tratando de mantener la objetividad en su voz.

—Esas gafas —respondió Luis, señalando los lentes cuadrados en la cara del robot—. Son los mismos que usaba mi hija. Bety siempre quería que Kazarín se pareciera a ella.

En el silencio que siguió, solo el sonido de la maquinaria de laboratorio llenaba la habitación.

—Más que un robot —dijo Luis, con una triste sonrisa—. Kazarín era parte de nuestra familia.

Peter tomó las gafas, examinándolas cuidadosamente. Eran sencillas, con un marco grueso de plástico negro, pero los lentes parecían estar equipados con una tecnología avanzada.

—¿Has tratado de acceder a las imágenes de estas gafas? —preguntó el Dr. Peter.

—Ni siquiera sabía que podían almacenar imágenes —respondió Luis, sorprendido. Y con esas palabras, Luis abandonó la sala, dejando al robot con los investigadores.

El Dr. Peter asintió y, con cuidado, comenzó a conectar las gafas a su computadora. Después de algunos momentos de silencio, la pantalla se iluminó con una serie de imágenes de Bety jugando en el parque, riendo y aplaudiendo.

Las risas y los sonidos de felicidad resonaron en el laboratorio, provocando un nudo en la garganta de todos los presentes.

Las imágenes continuaron, pasando de escenas de alegría a momentos de tristeza, como cuando Bety se desmayó por primera vez o cuando fue al hospital para un tratamiento.

Pero a pesar de todo, compartía sus momentos difíciles con Kazarín. Este era un constante rayo de luz y compañía en su vida.

Las imágenes finalmente se desvanecieron, dejando a los investigadores estupefactos.

—Nunca pensé que Kazarín pudiera sentir tanto —dijo el Dr. Peter en voz baja.

—¿Y si no es que sintiera? —intervino Raquel—. ¿Y si es que fue programado para imitar las emociones?

—Eso es lo que necesitamos averiguar —respondió Peter.

—Recordemos que la ambliopía sí fue inducida, programada —añadió.

Con eso en mente, los investigadores se pusieron manos a la obra. Analizarían cada imagen, buscando indicios que los ayudara a descubrir la verdad sobre Kazarín y su vínculo con Bety. Aunque Bety ya no estaba allí para contar su historia, Kazarín y sus gafas de memoria estaban dispuestos a hablar por ella.

Lo que vieron al terminar de analizar las imágenes de los lentes los dejó sin habla.

La misma imagen, repetida muchas veces, mostraba a Bety besando a Kazarín, pero ella no tenía las gafas puestas.

Todos voltearon a verse entre sí, menos el Dr. Peter.

Aunque aún no se había inventado un robot capaz de reaccionar al amor, se demostró que sí era posible.

Bety, concluyeron los investigadores, también había sido… Más que un robot.

Después de la reunión, el Dr. Peter entró a su amplio privado. El título en la pared llamaba la atención:

 

“Robot con Doctorado en Comportamiento Humano”.

 

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