LEANDRO ESPINO CÓRDOVA
Araró, por la importancia que tenía antes de la llegada de los españoles, fue tratado de manera especial con la llegada de los primeros frailes, tal como hacían con todos los pueblos en donde se juzgaba su relevancia religiosa y su influencia sobre los demás pueblos. Así al fundar a Araró a la española, le fue asignado un Santo Patrono, San Buenaventura.
Además, para sustituir la gran devoción que se tenía a Kurhikaueri y a Kuerhájperi se trajo un Cristo de caña, a los pocos años de haber fundado el nuevo Araró. Los frailes lograron su intento y la devoción a este Cristo fue creciendo a tal punto que pronto hubo la necesidad de un Santuario. Es la razón por la que todas las fiestas del pueblo giran en torno al que con el tiempo sería llamado el Señor de Araró.
La Imagen del Cristo, que más tarde se conocerá como el “Señor de Araró” es, lo más probable, producto de las manos prodigiosas de Matías de la Cerda y su hijo Luis. Ellos tenían su taller de este tipo de imágenes en Pátzcuaro en el siglo XVI.
La imagen del Cristo de Araró es una obra de arte en sí, como lo son todas las obras realizadas con caña de maíz. Esto por su gran belleza, la ligereza de su peso y las mismas tonalidades del trabajo final, que hacen que su realismo sea conmovedor. La técnica empleada por los p´urhépecha se mantuvo ya en la época colonial gracias al interés para recuperarla o mantenerla de los religiosos franciscanos y agustinos. Los Cerda fueron los más activos artífices en la realización de esculturas en caña de maíz.
Los primeros misioneros, pensando en su labor evangelizadora y en cómo hacerla más eficaz, vieron en la técnica escultórica un medio útil para sus fines. Así, nacieron las primeras imágenes que ayudarían a catequizar a los p´urhépecha. Conocedores los religiosos de los rudimentos de la religión p´urhépecha, no les fue difícil relacionar a Cristo con Khurikaueri.
De hecho, en la fachada del templo hay varias incrustaciones de tzinapo, símbolo o representación del Dios principal de los P’urhépecha.La sustitución no fue difícil y a la larga rindió sus frutos.
Ya decidido el lugar del nuevo templo, se trazó el nuevo Araró. Un trazo ciertamente pequeño, quizás pensando en un futuro precario, pues los habitantes del pueblo o, habían huido, o estaban siendo diezmados por la Encomienda. No tardó mucho en traerse un Cristo para colocarlo en la pequeña capilla por mientras.
Aún no se podía pensar en un Santuario grandioso, como el que acababan de destruir, dedicado a Kuerhájperi, la madre tierra. La evangelización de Araró quedó a cargo de los frailes franciscanos después de su conquista para la corona española. Los frailes tenían su residencia en Zinapécuaro, en el convento que estaban construyendo. Araró quedó como visita, es decir, periódicamente venía un fraile a adoctrinar a los naturales.
Pronto se extendió la devoción a la imagen como una ola benéfica para las personas y fue adquiriendo con pleno derecho el nombre de El Señor de Araró. Impresiona su estado de conservación a lo largo de los siglos. La gran sabiduría de los artesanos, que apropiándose la técnica p’urhépecha, construyeron imágenes que todavía perduran. Siempre le han venerado los fieles con profunda y constante devoción. De lugares distantes vienen y dan testimonio de su fe, incluso remontando fronteras internacionales.
Del pueblo de Araró se encuentran referencias históricas antes y después de la colonia, pero del Santuario de Araró es recién hasta el año 1761 cuando se le menciona. Lo cual nos lleva a pensar que ya de tiempo atrás estaba la imagen y su templo, llamado Santuario. De hecho, nunca se dejó de construir. Desde los albores de la evangelización, el aumento de la devoción fue marcando los ritmos de construcción. Gracias a las mentes brillantes y visionarias de los misioneros, el desplante del Santuario se hizo pensando en algo grandioso, casi milagroso, pues realmente el tamaño del pueblo y el número de sus habitantes era preocupante.
Para 1761 el templo estaba en vías de terminarse en su construcción. Ya habían pasado más de doscientos años y aquellos esfuerzos iniciales aún no culminaban. El trabajo exigido a los indios p’urhépecha, su aportación económica, su dedicación a algo que muchas veces no les convencía –o que no entendían— fue producto del miedo y del castigo.
El padre José Domingo Dutari, primer párroco del clero secular, recibió la parroquia de Zinapécuaro en 1761 al retirarse los franciscanos. En lo que respecta al Santuario de Araró, siguió con la construcción. Puede decirse que lo dejó terminado en lo esencial, pues siguió con los arreglos. Por ejemplo, el altar mayor fue mejorado en forma notable y de la sencillez que tenía en 1761 obtuvo un mayor esplendor años después.
En 1782 comenzó el arreglo del cementerio y al año siguiente puso el entarimado del templo. La administración del doctor don Juan Bautista Figueroa fue otro momento importante en la terminación del Santuario. Nadie, hasta ese momento, se había atrevido a iniciar siquiera los trabajos de la torre. En 1792 se lanzó a edificarla desde el primer cuerpo. Con el señor cura Figueroa las mejoras fueron sustanciales y casi definitivas. Hasta tiempos contemporáneos en que se hicieron cambios muy discutibles en el interior y en los anexos del Santuario.*
Ha sido un largo caminar del Santuario hasta nuestros días. Muchas veces sometido a los caprichos constructivos de curas ignorantes, al descuido irracional de su mantenimiento y al saqueo de su acervo patrimonial acumulado a lo largo de los siglos. También sobrevivió a los sismos de 1843, 1943 y 1945, que le causaron cuarteaduras de cuidado, forzando incluso la salida del Cristo de Araró para Zinapécuaro, mientras se hacían las reparaciones necesarias.
Santuario, Cristo y Araró unidos indisolublemente en una simbiosis tal que ninguno de los implicados puede sobrevivir sin los otros. Ojalá que, por extender una devoción discutible desde muchos puntos de vista, no se pierda de vista el cuidado fundamental que se debe tener con esa imagen, tan frágil como el tatzíngueni de que está hecho.
*López Lara, Ramón. Zinapécuaro, tres épocas de una parroquia. México, editorial Jus, 1970, pág. 214