Memorias

Juan F. Perales V.


La calma era absoluta. La luz del atardecer, filtrándose por la ventana, se reflejaba en el jarrón chino, iluminando el teclado cubierto con una película que suavizaba el tacto rugoso al escribir. La habitación, convertida en oficina, permitía a Tomás trabajar incluso durante sus noches de insomnio. Leyó el último párrafo y subrayó dos líneas. Después de negar con la cabeza, rasgó la hoja en pedazos, rompiendo la quietud.

 

Frustrado, se levantó y extendió sus brazos en busca de inspiración. Aunque lo que había escrito era correcto, se percató de que “algo” faltaba. “Esto no emociona”, repetía cada vez que arrojaba el papel al cesto. Se limpió el sudor de la frente y, con lentes en mano, recorrió la reducida estancia, sosteniendo su barbilla mientras se pasaba los dedos por su alborotado cabello, como si con ese acto pudiera disipar la confusión que lo obcecaba.

 

A pesar de la sombra del desánimo que lo envolvía, decidió intentarlo una vez más. Miró hacia el jardín a través de la pequeña ventana adornada con herrería que resemblaba cruces de la Edad Media. Al cerciorarse de que estaba solo, suspiró aliviado. El eco lejano de las sirenas se había atenuado, dando paso al silencio, invitándolo a plasmar los preciosos recuerdos que como valiosa joya guardaba en lo más profundo, especialmente aquellos compartidos con sus amigos de barrio. A medida que evocaba su pasado, una figura se alzó de entre las demás…

 

Pedro, el mayor de todos, siempre portaba un libro y era el más instruido. Tenía muy buenas ideas, elevadas para su edad, y sus compañeros aseguraban que la lectura era la escalera que le había permitido alcanzarlas. Ufano y seguro de sí mismo, era el contraste en el que Tomás deseaba convertirse. Sin embargo, cuando intentaba imitarlo, fracasaba. Cada vez que esto sucedía, derrotado, se montaba en la bicicleta y huía sin rumbo fijo, tratando de refrescar sus ideas.

 

—Granuja —le gritaba su hermana Justicia cada vez que tomaba su bici.

 

Con su pelo suelto y sus lentes redondos sobre una nariz respingada, Justicia era considerada por su madre la imagen de la decencia. Además de ser mayor que Tomás, se distinguía por su carácter alegre y festivo. Él, en cambio, poco agraciado, siempre fue el segundo en todo. Desde niño vivió con esa “maldición”, pero tenía a su favor su tozudez. Espigado, flacucho y con un copete alto partido en dos, se lamentaba de no haber nacido primero y usaba ese pretexto para justificar su torpeza. Sus uñas, a pesar de estar limpias, tenían en sus orillas el rojo que les impregna la sangre al brotar de las cutículas mordisqueadas insistentemente. Esto lo llevó a alejarse de los demás, refugiándose en la peluquería del pueblo. Allí, finalmente, tomó gusto por las revistas que, aunque no eran muy instructivas, lo entretenían.

Su afición llegó a tal grado que algunos pensaban que Tomás estaba enfermo. Lucía descuidado, ojeroso, pálido y se la pasaba riendo consigo mismo. Llegaba desde temprano y se iba cuando cerraban. Ya no sabían qué hacer para que se fuera, y el dueño, temeroso de que ahuyentara a los clientes, le pidió que lo ayudara con la limpieza.

 

—Si te ríes solo, te despido —le advirtió.

—No es justo —reclamó Tomás.

—¿No te parece?

—Bien, entonces, si hablas solo, te vas.

—Así sí —aceptó Tomás, riéndose solo.

 

El dueño, desconcertado por la astucia de Tomás, se convenció de que era un joven peculiar y le entregó la escoba.

 

Poco más de un año después, todo parecía seguir su curso normal. La peluquería siempre estaba limpia y Tomás aprendió a ser amable con los clientes. Algunos incluso le empezaron a platicar sus experiencias y la forma en que habían logrado el respeto de sus compañeros. Esto lo animó a seguir leyendo y aprendiendo de los demás.

 

Sin embargo, llegó un punto en el que las historias comenzaron a confundirse en su mente. No podía discernir si alguien se las había contado, si las había leído en alguna parte o si eran meros productos de su imaginación. Comenzó a cuestionar lo que leía y, eventualmente, un día dejó de buscar las revistas. En su lugar, encontró una fuente inagotable de sabiduría en una colección titulada “Pensadores Excepcionales”, la cual devoró con avidez. Se sumergió en las ideas de Nietzsche, Hobbes, Platón, Sócrates, Hume, Russell, Descartes, Kant y muchos otros, obsesionado por su profundidad.

 

Aunque le costó trabajo entender expresiones como: “Dios ha muerto”, de Nietzsche, y su idea del Superhombre, a Tomás le fascinaba la paradoja de Russell y los peligros de la autoreferencia. Lo que no logró comprender fue la máxima de Descartes: “Pienso, luego existo”.

 

Para él, esos pensadores eran sus “amigos”. Lo preocupante de esto fue que “debatía” con ellos y comenzó a murmurar mientras barría. Este raro comportamiento no pasó desapercibido por el dueño, y en la primera oportunidad le avisó a la madre de Tomás que ya no lo necesitaba. El motivo, le dijo, era que su hijo hablaba solo y repetía constantemente “te lo refuto”, y eso asustaba a los clientes.

 

Su hermana se encargó de ir por él. Era un domingo y las campanas repicaban llamando a misa cuando entró a la peluquería, exclusiva para varones. Resultó inesperado verla allí, y aún más sorprendente escucharla decir:

 

—Eres una vergüenza —exclamó sin tapujos.

 

Todos voltearon a verla, pero fingieron no escuchar lo que decía.

 

—Eres un inútil —añadió enojada.

 

Tomás dejó la escoba a un lado y, sin decir nada, le quitó los lentes mientras respondía:

 

—Y tú, ¿ciega?

 

Inmediatamente, tomó de la mano a su hermana y salieron apresurados, dejando boquiabiertos a más de uno.

 

El barrio celebró al saber que Tomás volvería a ser el de siempre y estaba dispuesto a compartir su nueva historia. La espera terminó cuando lo vieron llegar al cruce donde se detiene el camión que recoge la basura. Tomás se veía diferente, confiado. Tenía las uñas limpias y sin sangre. Lucía un peinado extravagante, moderno, dirían los jóvenes. Pero eso no era lo más importante. Lo que verdaderamente les llamó la atención fue su manera de expresarse y la seguridad con la que se dirigió a ellos:

 

—¿Siguen en lo mismo?

 

Fue Pedro quien, alardeando de sus lecturas, contestó:

 

—Sí, aprendiendo.

 

Tomás sonrió y sus mejillas, ahora sonrosadas, enfatizaron su respuesta:

 

—¿Sobre qué?

 

Esto bastó para que el resto del grupo los rodeara; Pedro y Tomás se miraban fijamente. A pesar de su amistad, parecían retarse; el orgullo los cegaba. Los demás no podían creer que Tomás, quien siempre justificaba su torpeza diciendo que tenía mala suerte, se enfrentara a Pedro, considerado por todos el más inteligente.

 

—Hay dos tipos de personas —dijo Pedro mientras abría su libro—. El que presume y el que sabe; y me remito a las pruebas.

—Sí, lo sé —contestó Tomás, y agregó—: Pero para la presunción absoluta, no hay prueba que valga.

—Eres un necio —afirmó Pedro.

—Soy porfiado, a veces terco o tozudo; y en otras ocasiones, obstinado.

—Yo soy racional —dijo Pedro sin vacilar.

—De ser así, dime tu cociente y punto.

 

Pedro se desconcertó. No entendió la respuesta y quiso provocarlo, diciendo:

 

—¡No vales nada!

—Todos somos iguales y, a la vez, diferentes —contestó Tomás, sin inmutarse.

—Demuéstralo —lo retó Pedro. Tomás asintió y comenzó:

—Todos los hombres son mortales.

—Cada hombre es único en su esencia.

—Tú eres un hombre, Pedro.

—Y yo soy un hombre, Tomás.

—Así que, ambos somos mortales, lo que nos hace iguales en ese aspecto.

—Pero como cada hombre es único, tú y yo somos diferentes en nuestra esencia. Y añadió: —Un razonamiento que nos recuerda los silogismos de Sócrates.

 

Pedro volteó a mirar a sus amigos, buscando apoyo. Pero ellos vieron a un Tomás renovado, que no se dejaba amedrentar, que tenía una respuesta para cada pregunta y que hablaba con un amplio vocabulario, y decidieron no intervenir.

 

En ese momento, el camión sonó su campana, indicando que pasaría a recoger la basura. Algunos, recordando sus tareas pendientes, se dispersaron. Tomás agarró una escoba y comenzó a limpiar el área. De pronto, una risa incontenible lo invadió, pero en lugar de una simple sonrisa, se soltó en carcajadas. Su mente parecía divagar, pero en realidad creaba una nueva historia.

 

A lo lejos, su hermana lo observaba con preocupación y le comentó a su madre:

 

—¡Mira! Es Tomás. Parece que aún no está bien.

 

Su madre se levantó de inmediato, dejando su plato a medio terminar. Al percibir la risa de su hijo, cubrió su rostro con las manos y murmuró:

 

 

—No sé qué será de él —y buscó el apoyo emocional de su hija.

 

Mientras ambas se consolaban, un papel se desprendió del camión, aterrizando a los pies de Tomás. Al levantarlo, leyó: «No imites, sé tú mismo». Aquellas palabras, rescatadas de las memorias de su padre, coincidían con los consejos que había recibido en la peluquería…

 

Una vez que ordenó sus pensamientos, Tomás movió el jarrón chino, se agachó y sacó del cesto los trozos de la hoja que recién había roto. Estaba listo para escribir sus recuerdos, pero antes murmuró: “Gracias, Papá”.

 

Veinte años después, su hermana le hizo justicia. Invitó a todo el pueblo a una fiesta. Pedro tomó la palabra y, al mismo tiempo que cerraba su viejo libro, dijo:

 

—Un “Cervantes” es algo para recordar.

—Y claro, nosotros seguimos en lo mismo —bromearon nerviosamente sus amigos.

—Y sin Premio —enfatizó Justicia. Todos sonrieron.

 

Entre risas, escucharon la campana de la basura… un papel voló por los aires… y desde lejos, se oyó una voz:

 

—¡Atrápalo!

 

Al ver a un hombre que huía, el conductor de la ambulancia del nosocomio activó la sirena, interrumpiendo el festejo.

 

Tomás se acercó a la pequeña ventana adornada con cruces de herrería. Su paz había sido perturbada. Dejaría para otro día la escritura de sus memorias.

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