Juan F. Perales V.


 

Un hermoso marco de madera, doblemente adornado con guirnaldas labradas en las esquinas, parecía aguardar a un artista. No le importaba la calidad ni la experiencia del pintor. Lo que realmente quería era vivir. “¿De qué sirve un lienzo en blanco?”, se lamentaba mientras veía a otros marcos que orgullosos mostraban sus trazos multicolores. ¿Será óleo, acrílico, o acaso una acuarela?, se preguntaba, revelando su desazón y despertando un misterio que se agudizaba conforme el tiempo pasaba. Esta incertidumbre lo hacía suspirar. “Desconocer lo que viene, da sentido a mi existir”, se repetía cada día que, sin ser elegido, esperando seguía.

La triste realidad era que llevaba años olvidado en el desván, como una reliquia destinada a la grandeza, perdida en el tiempo. Más que recordar, añoraba sus días de gloria, cuando el fabricante, un orgulloso artesano de oriente, lo había presentado junto a otros, destinados todos a pintores famosos del siglo pasado. Ahora, muchos años después, como un sueño malogrado, rumiaba su destino y se arrepentía de haber sido tan exigente en su elección. Cada vez que algún joven pintor, aprendiz de oficio, se fijaba en él, volteaba hacia otro lado desdeñándolo y evitando su mirada.

Esa tarde de otoño, el destino le tenía reservada una sorpresa. El viento movía rítmicamente las hojas de los árboles a su alrededor. Algunas se desprendieron repentinamente y, sin causa racional, volaron hacia la ventana y entraron al cuarto donde el marco, como un anciano en su sillón, se pasaba las tardes, embelesado, mirando hacia el exterior, esperando a su pintor. Dos de ellas, las más audaces, irrumpieron sin permiso y se adhirieron a la superficie del lienzo que, cual virgen deseando su primera caricia, quería sentir el roce del pincel, como si el lino, impoluto y resquebrajado por el tiempo, recobrara su frescura al contacto del suave sereno.

La suerte estaba echada. La espera parecía terminar. Los toques maestros del viento siguieron el compás de una sinfonía, colocando cada nota sobre el lienzo, grabando a ritmo de poesía una partitura inacabada. Después de plasmar las hojas diametralmente, siguiendo el principio de los tres tercios, la naturaleza colocó una pequeña mariposa, conservando la proporción áurea entre ellas. Las distribuciones resultantes invitaban al espectador a admirar la belleza, no solo de la composición de la pintura, sino también de su perfecta distribución que, combinada con la perspectiva, deleitaba la vista y satisfacía la necesidad de armonía que el espectador busca en cada obra que observa, ya sea que se dé cuenta o no de ello.

Todo parecía perfecto. El marco ya tenía su pintura y, después de tanto tiempo, por fin había sido embellecido. Sin embargo, aún no era suficiente. Al igual que un maestro que se exige el máximo esfuerzo para que su obra sea única y especial, la naturaleza se exigió a sí misma plasmar la belleza más insondable, jamás reflejada en una pintura.

Así como un crítico que detecta las mínimas imperfecciones en estilo, coherencia y mensaje, así ella se cuestionó cómo ensalzar su obra. La perfección era su objetivo y nada menos.

Comenzó desde el exterior hacia el interior. Eliminó las guirnaldas en cada esquina del marco. La belleza es simple, sin adornos superfluos o innecesarios. La economía es un principio universal. El resultado logrado, aunque práctico, no era atractivo. Para embellecer el Cuadro, pintó varios marcos iguales, pero concéntricos, formando copias dentro de copias, creando la ilusión de una perspectiva volumétrica que se envuelve recursivamente en sí misma, tal y como lo hacen los girasoles, los caracoles, la espiral de las amonitas fósiles y otros seres intrínsicamente hermosos.

Aunque el enmarque mejoró la percepción visual, las flores y la mariposa perdieron su objetivo como elementos que buscaban el equilibro. La redundancia es justificable solo en caso de peligro de extinción, pero en esta pintura era innecesaria. El lienzo parecía terminado, habiéndose integrado visualmente al marco, fusionándose en un todo. Sin embargo, algo faltaba. La ilusión lograda por la perspectiva, aunque bella, se sentía vacía. La falta de movimiento negaba el principio de la vida. La necesidad de reflejar en la pintura la esencia propia de la existencia, hacía necesaria la incorporación de un ser animado. Esto contradeciría el equilibrio que se había logrado con las flores y la mariposa. El artista dudó, preguntándose: “¿Cómo restablecer el equilibrio sin amenazar la vida?”.

Desde esa perspectiva, un cuadro podría ser la respuesta. Este dilema es similar al que enfrenta la naturaleza cada vez que decide qué especie extinguir y cuál conservar. Contrario a lo esperado, no es la especie más fuerte la que sobrevive, ni la más inteligente, sino la que responde mejor al cambio. Llámese evolución o creacionismo, la vida tiene sus propios trucos para mantener el equilibrio.

Después de replantearse el objetivo de belleza y vida, finalmente la madre naturaleza decidió darle una oportunidad a su crítico y emulador más persistente.

El lienzo, aún inacabado, fue repintado varias veces hasta que se cumplió la premisa: la sencillez es la mejor respuesta a la belleza. El hombre, como amenaza para la armonía y el equilibrio, quedó atrapado en el fondo. Sin importar si la pintura es de óleo, acrílico o acuarela, la imagen refleja su lucha por sobrevivir y salir.

Al final, el Cuadro cobró vida, pero en el transcurso alguien más la perdió.

El marco, consciente de esto, se reprochó el precio de su vanidad y, como en otro siglo, borró el lienzo y se encerró en el desván. Esta vez, prometió, sería para siempre… o hasta que otro artista lo descubra.

 

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