Por: Neftalí Coria
Querido Padre,
Hoy que me preparo para esta entrega, hubiera escrito sobre la estupidez, porque la he visto tumultuosa estos días, mucha estupidez colectiva y eso todavía es más triste, lo habíamos conversado con mi amigo Gerardo Soto. Pero al llegar a casa –entre mis libros–, he visto su fotografía y me acuerdo de usted Padre y de María mi madre. La miro largo y me alegra verlos ahí, vivos, sonrientes, hermosos como lo fueron. Una foto que les tomó Pepe, el joven marido de Julieta, mi hija. En la foto, predomina el verde de aquel verano a las orillas de nuestro pueblo. Detrás una milpa espléndida de un terreno que le usurparon ciertos usurpadores (siempre hay usurpadores y usted padre y yo lo supimos; saltan de los matorrales del odio y caen del árbol genealógico como frutos podridos). Pero tampoco quiero hablar del mal que nos rodeó y que no es posible detenerlo. Hoy como tantos días, lo tengo presente padre y oigo su voz, sus relatos de aquellos días en que usted padre, era un niño huérfano, como ahora soy yo de usted y de mi madre.
Como tantos días que los tengo presentes y me vuelve la amargura que su muerte despierta en mi corazón con mucha frecuencia. Me reconozco en mi orfandad madura y pienso en lo que ya usted no vio padre, en lo que la vida le arrebató y ya no le fue posible vivir. Un día que fui a su tumba (¿Se acuerda?) allí bajo los árboles viejos y vigilantes, sobre su lápida me senté a platicarles lo que ha sucedido en este país; está demás repetirlo aquí, pero es claro que sucedieron cosas de las que a usted le hubieran devuelto la esperanza. Porque días antes de su muerte, usted había perdido la esperanza de que sucedieran. Hizo a un lado los periódicos y me dijo con mucha tristeza, que este país ya no tenía remedio. Pero lo que le dije aquel día, donde usted esté, ya puede saber, que no todo estaba perdido.
También quiero decirle, que después de aquel domingo que nos despedimos, me fui llorando por la carretera de noche y sin consuelo, porque lo vi vencido. Y tres días después vino su muerte; el hachazo a mi corazón de madrugada y ya no alcanzó a leer lo que escribí ese día en mi columna, que por azar, era la despedida de aquella etapa de mi escritura en los medios.
Cómo olvidar aquella etapa dura, porque me han dicho que la orfandad de padre, puede ser la más aplastante en la vida de un hombre, y más cuando el padre ha sido como usted lo fue padre, un hombre bueno con sus hijos, un hombre que hablaba con la verdad y siempre estuvo con lo que fue justo en sus manos. Un hombre que comprendía el juego de la imaginación y supo enseñármela como la única herramienta que me queda hasta hoy día y que sigue dando frutos en mi trabajo de todos los días.
Cómo no escribirle esta carta, y cómo no llevarlo a usted en mis recuerdos atesorados en el corazón, como en una cajita de latón donde suelo guardar el amor y los premios que, sin usted saberlo, me dio padre. Las enseñanzas que ahora sé, han valido como la pureza del oro.
Estoy cerca de cumplir un año más de vida y he tratado de recordar lo que usted pensaba a esta edad de la vida y aunque con poca precisión, pero sé que por ese entonces había llegado el arte a mi vida y comenzaron a asaltarme las ideas que me hicieron dedicarme a tal oficio. Nadie me aprobaba, pero usted nunca dijo nada, ni condenó mi entrega al arte. Guardó silencio y pasado el tiempo, cuando publiqué mi primer libro, usted lo celebró y dijo que le hubiera gustado ser escritor. Y claro que lo demostró, cuando muchos años después, escribió parte de sus memorias y ganó un premio (guardo el manuscrito que usted me regaló). Cómo no recordar las conversaciones que con usted tuve padre, las reuniones en la casa en las que usted y mi madre cantaban lo que oyeron de niños, su habilidad con el violín y la segunda voz de mi madre.
Ahora que en la generalidad de nuestro pueblo, es día de acordarse de los muertos, no es precisamente la razón por la que me acuerdo de usted, frente a su fotografía. No es por eso, acaso fue el detonador, pero momentos de recordarlo, de hablar de usted con mis amigos y mis hijos, me sucede todo el año. ¿Y creerá usted padre, que cuando lo hago, no me entristece? Por el contrario, me alegra, me gusta recordar su risa cuando nos contaba los chistes y relatos que los conocíamos de memoria con mis hermanos. Un buen conversador fue usted, diáfano y con una sensibilidad que le hizo comprender el mundo, eso que un día le dije con un verso de W. S. Merwin: “Pero es el mundo el que yo no comprendo, padre”. Nunca lo olvido, porque su silencio generoso respondió como si pasara la mano por mi cabeza y me comprendiera. Eso fue mucho.
La gracia no es de todos, pensaba yo. La gracia es de muy pocos y usted fue un hombre de gracia, a la manera que Borges, hablaba de Stevenson: “Stevenson tiene la gracia”, dijo el escritor argentino. Usted fue un hombre de gracia padre, y como todos, sin duda cometió errores, pero esos no los noté, ni tuvieron consecuencia irreparable, ni en mí ni en nadie más. Así como fui testigo de su vida se ha quedado en mi memoria amorosa. Lo que vi, fue un hombre trabajador y cumplido con los demás, un hombre generoso y amable con el mundo que me parecía que era un don.
No me despido padre, pensaré en usted siempre mientras viva para mantener su presencia viva y la de mi madre, porque pensar en usted, es pensar en su compañera María, mi madre, la hermosa.
Dios sigue guardando su espíritu, que yo guardo su memoria como el oro limpio de mi vida y como aquellos trigales donde desperté a la vida, mirando cómo el viento los hacía parecer el mar.