José Juan Marín González
A lo largo del siglo XXI, no son pocas las ocasiones en que hemos sentido que el mundo de antes no existe: que fue remplazado por un mundo de arenas movedizas en el que nada se sostiene en pie.
El terrorismo, la polarización ideológica, los cataclismos naturales, las crisis ambientales y el eclipse de los valores universales, es lo que nos hace pensar que desde hace años, nace un mundo que asusta.
Las guerras y las masacres son una expresión de la crisis de la razón posmoderna.
Si el mundo parece girar sin centro ni ejes ordenadores, también algunas naciones viven su propia crisis interna, identificable en la crisis de rumbo de sus sociedades y sus gobiernos.
La facilidad con que se atenta contra la tranquilidad y la vida de otros, lo que nos dice es que avanza un sentimiento de minusvaloración de la vida, que puede poner en peligro la cohesión, la estructura y la viabilidad de nuestras sociedades.
Dentro de la crisis actual, el miedo a lo desconocido, el miedo a la realidad y el miedo a la calle son síntomas de que algo no anda bien entre nosotros, y debemos corregirlos con urgencia.
Para todo o para casi todo, hemos olvidado por superficialidad y egoísmo el valor de las personas y el sentido primordial de lo humano.
En la vida común y corriente y en la vida laboral, hemos perdido de vista que aquellos con los que tratamos son seres humanos, independientemente de la profesión o trabajo al que se dediquen.
En la vida social y en casi todos los centros de reunión, asistimos al fenómeno de deshumanización de las personas: las vemos como piezas de producción, como engranes para satisfacer nuestro interés o como funciones o tornillos de una maquinaria social que avanza hacia no sabe dónde.
En la vida política y en la administración pública, también suele verse y valorarse a las personas por lo que visten y por su apariencia exterior, o por aquello que podemos manipular en ellas, y no por su yo interno o por su inteligencia y capacidades.
Hace unos meses, leyendo un tratado de “filosofía del hombre”, me di cuenta de que somos una sociedad al revés: que hemos trocado los valores del humanismo por los del materialismo, y que hemos invertido los valores y principios de la cultura occidental.
En efecto, leyendo a esos filósofos españoles que son Rodríguez Huéscar y Julián Marías, herederos del pensamiento de Ortega y Gasset, caí en cuenta que el ser humano no es su comportamiento, sino sus sentimientos y su personalidad emocional; que el ser humano no son sus cabellos sino sus ideas; en suma, que el ser humano no son sus uñas ni el color de su piel, sino los pasos de un largo andar en busca de su destino.
Por esto, precisamente porque hemos olvidado todo esto, la quiebra del humanismo es la herida teológica por la que sangra el mundo de hoy.
Por esto, precisamente porque hablamos de principios y valores de dientes para afuera, pero de dientes para adentro somos lo contrario, el mundo de hoy es un signo de interrogación que no sabe a dónde va.
En mi modesta opinión, hace falta retomar la escala de valores y principios que nos definen frente a otras naciones.
Si esto hacemos, le habremos dado una oportunidad a la cordura y a la reconciliación, para cambiar desde adentro como sociedad y volver a ser ejemplo continental en Latinoamérica.
No importa si somos de una corriente religiosa o de otra; si somos de izquierda o de derecha; si ejercemos la economía o la abogacía… Eso no importa. Lo que importa es ser más humanos que de costumbre, y salvar al ser humano de sus tristezas y desconsuelos. Eso, creo, es lo verdaderamente importante.