Por: Neftalí Coria


Desde hace algunas semanas, he sido parte entre mis amigos, de los recurrentes comentarios en el café o en el bar, sobre Pedro Páramo en el cine y sobre la novela “irrepresentable”, como la llamé en esta columna hace dos semanas. Y hemos puesto con mucha frecuencia sobre la mesa las adaptaciones de la literatura al cine. Amén de las diversísimas opiniones que han ido y venido, lo que sin duda nos enriquece y le da mayor sentido a la amistad. Hay quien leyó la novela y vio la película, hay quien solo la vio en la pantalla y quien no estuvo ni frente a la cinta ni abrió el libro, pero ya tiene como propuesta verla o leerla. Confieso que, el hecho que quieran acercarse a la literatura ya es un pequeño triunfo del libro y la lectura. Aunque de promesas para leer, está repleto el camino a la ignorancia.

–El cine promociona la obra literaria –me dijo alguien en la mesa.

Creo que sería restarle valor al cine, pero sucede que muchos espectadores, después de ver una película basada en una novela, ya no la leen, he visto muchos casos, porque es más fácil mirar la película, después de leer una novela en la que el filme fue basado, y es mi caso; pienso que se tiene más facilidad para hacer un juicio, cuando lo primero, fue la lectura.

Hace poco me llamaron para informarme que estaban haciendo la adaptación al cine de mi “Javiera en el acuario de los peces rotos” y acepté. Firmé carta para conceder derechos, alegres hablamos del asunto, me mandaron el guión, “bueno”, dije. Pero días después, pensaba en la naturaleza de mi obra de teatro, que había sido escrita para las tablas y no podía entenderla en la pantalla. No iba a impedir que la rodaran, ni cosa parecida, pero tuve la sensación de estar ante una traición al teatro y lo peor, una traición que yo mismo estaba gestando.

–No pasa nada, deja que se filme –me dijo un amigo a quien le confié el caso.

Dejé aquello por la paz (que hasta la fecha no sé nada del proyecto, ni sé siquiera si comenzaron la realización). Me gusta ver mi obra en el teatro porque para eso la escribí y las imágenes siempre llegaron destinadas a esa magia de la representación viva y palpitante que es la representación teatral.

–Se alcanza más público si se hace película –me siguió diciendo mi optimista amigo.

Y creo que ahí está la médula del asunto. El cine sí es masivo, el teatro logra un alcance de público mucho menor y es efímero. El cine es perecedero, dura inamovible en el tiempo y se puede ver mientras no se destruya la cinta o su cuna digital. Aunque el teatro tiene una virtud inconmensurable: es literatura.

En el caso de mi obra de teatro –que pronto se presenta en el teatro “Luisa Josefina Hernández”, lo que significa mucho para mí– lo he dejado en paz para que suceda lo que suceda, porque nada me desgasta más que la inquietud de andar persiguiendo mi obra, cuando ya no creo que sea mía, sino de quien la tome en su lectura.

Ahora que escribo estas líneas, ya se ha estrenado, como serie, “Cien años de soledad”, basada en la novela magistral de Gabriel García Márquez y ya estoy en el primer capitulo. Y he leído una entrevista de la realizadora Laura Mora, que de golpe dijo, quizás para tapar palabras de aquellos que como yo, creen que la novela es superior. “Nunca quisimos superar el libro”, fue su dicho. Tiene razón ante lo imposible y el argumento en su entrevista, estaba muy bien labrado para justificar la realización de la serie que todavía no logra atraparme.

Pero sigo creyendo que el cine se ha alimentado de la literatura –la mayoría de las veces de manera injusta–, y por supuesto que ha habido obras cinematográficas extraordinarias basadas en novelas o cuentos y hasta obras de teatro, como hay muchos casos.

El cine de autor lo prefiero con mayor convicción, por eso me gusta tanto Berman, Tarkovski, Wenders, Buñuel, Lars von trier, entre otros tantos. Le veo más mérito al cine cuando cuenta sus historias propias, que cuando chupa la sangre de las novelas para su beneficio, como lo hace Dracula del cuello de la bella Mina.

Creo que el cine puede tener las raíces de sus propias historias y partir de cero como hace el novelista al escribir desde la página en blanco, lo que me parece más legitimo de ambas disciplinas, porque nunca la literatura ha tomado una historia del cine para adaptara a las palabras, lo que sería absurdo, pero no nos parece absurdo que el caso sea al revés. La novela es arte, el cine en ese caso lo puedo poner en duda. Y quizás el cine haya alcanzado el rango de “séptimo arte”, pero por el poder financiero que lo sostiene, no olvidemos que en nuestro tiempo, el poder lo puede transformar todo y puede colocar todo, en el sitio que le venga en gana, y tenemos como ejemplo el tristísimo uso del “lenguaje inclusivo”, que llega hasta el ridículo del habla ordinaria, y todo viene desde las intenciones de un dudoso poder.

Con “Cien años de soledad”, podemos ver el poder inmenso que tiene la industria de la pantalla grande, que hace con una novela que fue escrita en la pobreza del autor, una inversión que nunca imaginó García Márquez cuando escribía la obra maestra de las letras españolas.

Imposible detener este tren de la poderosa maquinaria de la industria cinematográfica, imposible alegar la belleza de las palabras, frente a la otra maquinaria publicitaria del cine, que ha hecho dócil a un público que nunca ha dejado de necesitar que le cuenten historias, un público y que no sabe que –al contrario que el cine promueva la literatura– el cine la está haciendo un lado y sobre todo, empobreciéndola y negando su verdadero valor: las palabras.

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