Título: Disrupción; Santos o Inocentes.

Autor: Juan F. Perales V.


 

Un Ángel filosofaba y observaba desde el cielo a los hombres. Parecían felices y despreocupados. La paz finalmente reinaba en la tierra. Sin embargo, vio que…

… Una madre corría tras su hijo, intentando inútilmente alcanzarlo. El niño entró al templo y se detuvo, asombrado por la singular belleza de la doble nave de estilo barroco, llena de estatuas religiosas bañadas en oro representando a los santos. La madre finalmente lo alcanzó y le reprendió:

—En la casa del Señor no se corre.

—Qué palacio tan bonito —exclamó su hijo, maravillado por tanto lujo.

—¿Quién vive aquí? —preguntó, observando el órgano monumental.

—Siéntate —le ordenó ella —Vamos a escuchar la homilía.

—Debe ser muy rico —dijo él.

—Se parece a la Mezquita de Solimán —añadió inocentemente.

Su madre lo ignoró. Estaba más preocupada por sus enormes pendientes de oro, recién importados de Estambul. Miraba a las demás mujeres, escudriñando sus rostros y comprobando que nadie más lucía unos iguales. Sonrió; la espera había valido la pena. Se arrodilló para persignarse, pero cuando se levantó perdió momentáneamente el equilibrio. Frente a ella, una bella y elegante joven lucía un hermoso rebozo sobre los hombros, que combinaba con una “pashmina” alrededor del cuello. Las joyas auténticas que resaltaban su escote y adornaban sus orejas, eran impresionantes.

La sonrisa de la señora se desvaneció gradualmente, dejando en su lugar una mueca que reflejaba el malestar acumulado desde que vio a su joven amiga. Buscando con quién desquitar su frustración, arremetió contra su hijo.

—La Mezquita es más pequeña —afirmó.

—Mamá, en la iglesia no se dicen mentiras —respondió el niño.

En ese momento comenzaron los cánticos de bienvenida, previos a la lectura de las sagradas escrituras.

El sacerdote tomó su lugar en el centro del altar, saludando solemnemente a los congregados para la misa. Tras el rito inicial, comenzó la lectura de los santos evangelios, diciendo:

“En aquellos tiempos… en el reino de Dios…

Un ángel filosofaba y observaba desde el cielo a los hombres. Parecían felices y despreocupados. La paz finalmente reinaba en la tierra.

Mariángel, cansada de esperar por alguna alma descarriada, bostezó de aburrimiento. Los hombres de buena voluntad superaban ampliamente a los pocos pecadores que, convencidos de que el bien era la respuesta, acudían a diario a misa buscando su redención.

Las parroquias eran desmesuradamente grandes y su magnificencia no se justificaba. Ya no había a quién convencer de que el mal era el causante de la infelicidad. Los sacerdotes empezaron a preocuparse. Su carrera eclesiástica no tenía cabida en este nuevo paraíso terrenal. El pecado ya no era la moneda de cambio.

Mariángel reflexionó durante un largo tiempo. Debería adaptarse a las nuevas circunstancias o se volvería obsoleta.

Su padre, el Arcángel Mayor, solicitó su presencia. Ella imaginó que la recibiría gustosamente y la felicitaría por haber cumplido al pie de la letra los cánones que habían logrado erradicar la maldad en la tierra.

—Obraste mal —le reprochó su padre.

—¿Por qué? —preguntó sorprendida.

—Ya no hay guerras, ni odio. Se acabó el racismo y la envidia —afirmó el Arcángel.

—¿Acaso no era eso lo que buscábamos? —preguntó ella.

—Sí, pero no a este costo.

Su padre le recordó que en el reciente vigésimo tercer Concilio de los Santos Remedios se habían evaluado los progresos y resultados del Proyecto de Armonía. En dicha reunión, las quejas se hicieron sentir de manera unánime. Se observó con alarma cómo la demanda de pecadores en busca de redención había disminuido drásticamente. El riesgo emergente era la pérdida de fe, una herramienta esencial en tiempos de conflicto. Se hizo imperativo contener este fenómeno, sin importar el costo. Como resultado de los acuerdos del Concilio, se decidió implementar de inmediato una estrategia final: Disrupción.

—Es tu nueva misión —le dijo su padre.

—Pero ¿qué es?

—Debes rescatar a los pecadores y multiplicarlos —aclaró el Arcángel.

—¿Y cómo hago eso? —preguntó ella.

—De la misma manera que en otras épocas, mediante la fe, por ejemplo —dijo solemnemente su padre.

—Debes inculcar el amor a Cristo y, sobre todo, el miedo a los hombres. Justo como hicimos en el Renacimiento.

—¿Es todo?

—También hay que insistir en que el reino de los cielos es sólo para los pobres de espíritu.

—¿Y los poderosos y sabios entendidos? —preguntó su hija.

—Según las escrituras, ellos serán los últimos.

—Pero eso es discriminación —afirmó Mariángel.

—No obstante, funciona —dijo el Arcángel y extendió sus grandes y blancas alas, ocultando el sol y privándolos del libre albedrío

El Arcángel, siempre dispuesto a dejar su hermosa mansión para orientar a los que se iniciaban en la búsqueda de la verdad, en esta ocasión tenía un componente personal. Estaba próximo a retirarse y quería que su hija siguiera sus pasos.”

—Palabra de Dios —terminó diciendo el sacerdote mientras se inclinaba y besaba la Biblia.

—Por favor, abran su cuaderno en la página 28. En el Evangelio de Mateo 2:16-18 —dijo.

—Mañana es la celebración de los Santos Inocentes —añadió.

—No se vayan sin depositar una ofrenda para sus seres queridos.

—Ah, y recuerden dejar las limosnas.

—Que Dios los acompañe, la misa ha terminado.

La señora de los pendientes turcos se acercó al sacerdote y lo saludó:

—Padre, ahora sí los traigo.

El sacerdote pidió a su acólito que bendijera los pendientes y cobrara por el servicio.

Mientras tanto, su curioso hijo no quitaba la vista de las enormes pinturas y esculturas que adornaban las paredes. Había tanto ángeles como santos. Después de un rato, corrió hacia su madre, gritando:

—¡Mira! Esa pintura es un Da Vinci.

En lo más alto, en el cielo, Mariángel observaba la escena y filosofaba:

—Disrupción, qué difícil tarea me has encomendado, padre… —murmuró mientras aquilataba el enorme compromiso que tenía por delante. Arropó al angelito entre sus brazos y lo besó.

El futuro se veía incierto: tenía un hijo a quien cuidar. Si fracasaba, tendría que sacrificarlo.

—Este es un dilema ético y moral —pensó Mariángel.

—Mi hijo a cambio de la humanidad —reflexionaba sin descanso, revisando cada pecado cometido por los hombres, incluyendo las guerras y blasfemias en contra de la Iglesia.

Finalmente, después de filosofar y una vez que los congregados a la misa se dispersaron, encontró la solución. Aprovecharía una coyuntura existencial: la humanidad adolecía del conocimiento racional que los liberaría de los dogmas. Aún necesitaban ser guiados, como ovejas, para no perderse en el desfiladero de la ignominia y salvarse de sí mismos.

Motivada por este descubrimiento, Mariángel decidió aprovechar el festejo de los Santos Inocentes. Ese día les revelaría la verdad a los hombres, pero les quitaría su libertad.

Se había dado cuenta de que aún eran incapaces de lidiar con ambas, a la vez.

—Es la última cena —afirmó su madre.

—Hablando de cena, vámonos, tu padre está por llegar —añadió, y salieron corriendo de la iglesia, igual que cuando llegaron.

El siguiente día, un Domingo en apariencia normal, algunos se vistieron de Santos y otros de Inocentes. Apenas comenzaba la celebración cuando una luz los encegueció a todos por igual. El cielo se abrió y un relámpago los alcanzó. A partir de ese momento, nada fue igual. Solo unos pocos pudieron ver la verdad. Veintiocho años después, la humanidad, buscando su libertad, dio un pequeño paso hacia la conquista del firmamento.


Juan F. Perales V.

 

Deja un comentario