Dos ruedas de felicidad
Mario Ensástiga
¡Ya me cargo la chingada!, decía para sus adentros, en tanto avanzaba zigzagueante trepado en aquella oxidada bicicleta sin luces y sin los frenos de rigor, avanzaba por las semioscuras avenidas de la Ciudad de México, media noche de un sábado de juerga, haciendo un extraordinario esfuerzo para no rodar por el suelo de aquel frío asfalto de diciembre de principios de los sesentas, librando gran batalla contra los efectos del alcohol ingerido aquella tarde noche, tratando a toda costa de mantener el mínimo de control, la vertical y concentración para pilotear aquel maltrecho animal mecánico de dos ruedas.
En casa la esposa “La Negrita” como cariñosamente le decían en la intimidad familiar, preocupada dormitaba, intermitentemente se preguntaba en dónde estará-¡ya es muy tarde!-ya no hay camiones y de seguro no trae para el taxi, tendrá que caminar buen trecho y el Duende, ¡ese maldito perro! con el que tiene pleito casado le hará pasar un mal rato; ensimismada en sus temores miraba la cama al lado, a los niños que despreocupadamente dormían, cansada tras el trajín de un día más de tantos, intentaba inútilmente caer en las redes de Morfeo.
Sé afirmaba, Polo y el Duende ¡sí que se tienen tirria!, todo porque una noche Polo regresaba borracho a casa, ante los ladridos del duende sin medir consecuencias le tiro una patada que para desventura del Duende fue a parar en sus partes débiles que le dolió hasta el alma, razón por la cual desde entonces el perruno rey del barrio espera pacientemente la oportunidad para vengarse.
El Duende y jauría se constituían sin mayor trámite en verdaderas guardias comunitarias, en autodefensas de aquel caserío, dispuestos a rechazar a como diera lugar a cualquier persona ajena, sobre todo a partir de que el sol se retira ante la llegada de la luna, salvo que fuera acompañada por alguien de aquel vecindario mayoritariamente de casas de techos de cartón, asbesto o de láminas galvanizadas.
El intenso frío y el constante pedaleo de la bicicleta de rodada 24, un poco más chica para la adultez de Polo, le fue bajando poco a poco la borrachera, no del todo-se repetía-¡yo puedo!, ¡yo puedo!, ¡yo puedo!, apretando las mandíbulas, el rostro y un incesante abrir y cerrar de ojos que daban muestra de la evidente dificultad para ir a casa, no tenía la visibilidad y equilibrio suficientes, uno que otro vehículo al pasar le recordaba con el claxon el 10 de mayo, las luces de los automotores en sentido contrario le dificultaban aún más la panorámica, sin embargo su gran deseo de llevar aquella bicicleta a sus pequeños hijos e hijas, le daba la suficiente adrenalina para seguir pedaleando desacompasadamente la bicicleta, que era el vehículo más oportuno para llegar a casa a esas horas de la noche o mejor dicho de la mañana y sin un quinto en la bolsa.
Por sus pensamientos no pasaban los temores de ser arrollado por algún conductor que al igual que él estuviera parcialmente dominado por el alcohol, ni siquiera en la próxima recepción que le harían los perros del barrio liderados por el Duende, que previsiblemente sería poco cálida, más pensaba en llegar e imaginaba el rostro de felicidad que pondrían sus vástagos al siguiente día al ver la bicicleta, ¿qué le preguntarían?, ¿quién la compro?, ¿cuánto le costo?, no, ¡seguro que no¡, se contradecía, pensamientos cortos, fugaces y poco claros lo aturdían, mientras avanzaba sin darse plenamente cuenta que atravesaba la histórica Calzada de la Viga, que en tiempos de la Colonia era un importante y majestuoso canal, por donde transitaban canoas y trajineras que transportaban flores, verduras y gente de iba y venía de Xochimilco, Mixquic, Tláhuac y de otros poblados del sur de la Ciudad de México a distintos pueblos intermedios para finalizar en el Mercado de Jamaica o de la Merced, muy cerca del corazón mismo de México, donde fuera la sede de la Gran Tenochtitlán.
Tampoco le importaba ir por el bordo del río de aguas negras que años más tarde sería lo que hoy se conoce como la Av. Plutarco Elías Calles o Eje 4 sur, donde con frecuencia la gente decía que a determinadas horas de la noche se aparecía el charro negro en su caballo, que escupía fuego o el enorme perro que vomitaba abundante espuma por el hocico, mucho menos ir por las cercanías del Río de la Piedad hoy el famoso Viaducto, por donde algunas noches se oía el llanto de la mujer conocida como la Llorona en busca de sus amados hijos.
Nada de eso pasaba por la mente de Polo, en su mecánico pedaleo bicicletero no se dio cuenta que ya iba por las maltrechas calles de tierra de su querido barrio de Iztacalco, lugar de casas blancas en náhuatl, asentamiento de orígenes prehispánicos que en algún tiempo fue lugar de grandes chinampas y caudalosos canales de riego, en tiempo de secas, demasiado polvo, en las lluvias demasiados charcos, calles llenas de lodo y el incesante coro de ranas y zapos que arrullaban la noche.
Como quiera que fuera, respetó la circulación y los semáforos en luz roja, amarilla y verde, hasta donde su mediana sobriedad se lo permitió, esquivando a uno que otro cafre para llegar al barrio que por alguna extraña razón los perros no le ladraron; severamente agitado decidió hacer una escala técnica, recargó la bicicleta en el primer poste de madera que soportaba la descomunal telaraña de alambres de cobre que conducía la corriente eléctrica ilegalmente conectada al transformador más cercano, muchos metros de cable que cada familia tendía para tener tan importante servicio en el hogar, material que con cierta frecuencia los amigos de lo ajeno robaban por las noches para quemar el hule y vender el cobre por kilo y obtener algo de dinero.
Con la mirada hacia arriba mientras vaciaba la vejiga, dadas las condiciones resultaba un acto además de obligado, un verdaderamente y placentero ¡orgasmo urinario!, ante el abundante líquido y abrupto torrente exhalo el clásico ¡ahhhh!, miraba la hermosa luna que se escondía de vez en vez tras alguna nube pasajera. Una vez satisfecha tan apremiante necesidad recupero el aliento y el deseo de continuar, se sintió más ligero! ya falta poco! -le dijo a su otro yo, obteniendo como respuesta un pedaleo momentáneamente más enérgico, al fin llegó a casa ¡sano y salvo!.
Satisfecho de haber salido vencedor de aquella pequeña gran batalla contra él mismo, sin hacer mayor ruido entró al patio de acceso a la casa, recargo la bicicleta junto al lavadero, sin chistar comentario alguno, abrió la puerta que estaba apenas entreabierta, llegó a su cuarto, se despojo de la ropa humedecida por el sudor y sigilosamente se metió bajo las cobijas, se entregó sumisamente a las profundidades de su anestesiada satisfacción y explicable cansancio. Su mujer aparentemente dormida paso de la preocupación al coraje contenido una vez que detecto el fuerte olor a alcohol, el sueño se le había espantado, recostada sobre su lado izquierdo con la mirada perdida hacia el techo de láminas de cartón, pensaba y pensaba, desparpajadamente mientras su acompañante de al lado roncaba su borrachera y travesía nocturna.
La precaria economía familiar los obligaba a vivir en una vecindad prácticamente en ruinas, donde había al fondo del patio principal los sanitarios colectivos que por falta de la correspondiente red hidráulica de agua potable, había que echarle una cubeta de agua cada vez que eran utilizados indistintamente por hombres y mujeres, adultos y menores, lugar dominado por la señora Ángela donde sólo sus chicharrones tronaban, mujer de tosca presencia, gorda y mal hablada, de fácil pleito, nadie se atrevía a contradecirla o encararla, en cierta forma traía asolada al vecindario con sus bravuconadas, mujer violenta al extremo de golpear a su marido cuando llegaba borracho, caso verdaderamente extraño y aislado en una sociedad tan machista, el marido ante la furia de doña Ángela no atinaba a decir otra cosa que pedir clemencia-¡Ángela no me pegues!, ¡no seas mala! ¿a quién le hago daño?, ¡sólo me tome unas cervezas!, ¡a ti mismo pendejo!, te gastas el poco dinero que traes a casa, reprochaba la gorda mujer escandalosa, que se hacía notar en toda la vecindad.
La Negrita recordaba entre muchas otras cosas la reacción que fuera a tener Doña Ángela al siguiente día, ya que en el transcurso de esa tarde, su hija mayor se había peleado con Ángela chica, la que por cierto no era otra cosa que una copia al carbón de su madre, en consecuencia ejercía el dominio de la chiquillería de esos rumbos, sorpresivamente Angelita fue zarandeada y humillada, seguramente resultado del hartazgo y la decisión de no seguir tolerando aquel engendro infantil del mal, una verdadera diabla, con aquel inesperado y justo arrebato puso fin a la altanería de Ángela chica, la hija mayor de Polo y la Negrita sin quererlo había liberado a los niños y niñas de aquel paupérrimo caserío.
Aunque el cansancio de la Negrita la fue venciendo, tampoco dejo de recordar que había que levantarse temprano para despertar a los hijos mayores para que fueran a la toma colectiva de agua que estaba como a 100 metros, para formar los botes que llenarían la tina galvanizada que fungía como cisterna ambulante y posteriormente acarrearlas con la ayuda del indispensable changuito o maroma hasta llenar la pileta de la casa donde Polo había recargado la bicicleta esa noche.
Temprano por la mañana de un domingo más, el hijo mayor se percato de la presencia de la bicicleta, con asombro constató que se trataba de la bicicleta del taller de radio y televisión donde al igual que su hermano menor trabajaban en distintos horarios, era un taller de radio y televisión, de un español asturiano, regañón, siempre malhumorado, mal hablado, que repetía como mil veces al día !me cago en la hostia! ó el rutinario !estás más salado que la bragueta de un pescador!, frases que expresaba cuando algo no le parecía, y sin embargo, un hombre de gran corazón, a la hora de demostrar de que estaba hecho, le salía el otro yo, ¡el verdadero y profundo!, el solidario y humanista, nuca se supo por que salió de España y cómo llego a México, ¡vaya usted a saber!.
El radio técnico español solidariamente les había dado trabajo a los dos hijos mayores de Polo y la Negrita, al mayor a menudo le decía, ¡charrito! en clara alusión a sus piernas corvas, ¡por ahí pueden pasar los perros pelándose sin molestarte!, decía desenfadadamente el muy cabrón. Al componer algún televisor, de pie o recargado en un banco trabajaba en la parte posterior y ponía un espejo al frente para ver el comportamiento de la pantalla, con su inconfundible acento español del inevitable arrastre de las eses, pedía, ¡pásame el desarmador de cruz!, las pinzas de corte, la cinta de aislar o el bulbo de serie numérica poco memorizable, acostumbraba a dejar a propósito algún transistor cargado de electricidad que luego pediría para que alguno de los jóvenes ayudantes se dieran de toques eléctricos, esperando maliciosamente a que sucediera una vez más tan gustada travesura, cuando ello sucedía y el afectado exclamaba el doloroso ¡ah!, de inmediato el español de pelo cano soltaba la carcajada que se oía hasta su Madre Patria.
Sí, ahí estaba la bicicleta tan conocida y servicial a pesar de su deprimente aspecto, recargada en el lavadero, no había duda que era la misma del taller la que a menudo utilizaban los chalanes para ir a algún mandado a unas cuantas calles, la tenían bien domesticada, sin frenos se tenía que poner el tacón del zapato en la rueda trasera, porque de hacerlo en la rueda delantera se corría el riesgo de irse de frente contra lo que topara, de hecho, más de alguna vez llego a suceder.
Esa vieja bicicleta de marca no reconocida ahí estaba, como mirando al hijo mayor de Polo y la Negrita, conocido ahora visto en territorio ajeno, la bicicleta recargada en el lavadero del pequeño patio de la vecindad de «Don Colín», apellido del dueño de aspecto que parecía que nuca se bañaba, dueño además de la tienda más cercana y no mal surtida, aunque desordenada y sucia definitivamente era sin competencia alguna el “minisúper” del barrio que permitía a los vecinos resolver la urgencia alimentaria de un poco de aceite de cocinar, una cebolla, un jitomate, un chile, un café legal y dos huevos por unos cuantos centavos.
La pregunta del hijo mayor del matrimonio resultaba más que obvia ¿qué hace ésta bicicleta aquí!, en realidad fueron más preguntas, ¿la habrá traído anoche papá?, ¿apoco se vino en ella?, a lo mejor no traía dinero para los camiones o ya era demasiado tarde, en fin, para salir de dudas pregunto a su madre en cuanto la vio entrar a la casa una vez que había ido a los baños colectivos que estaban al fondo y al centro de la vecindad donde se hacinaban unas 8 familias del Barrio de los Reyes en la Delegación de Iztacalco.
La Negrita sólo se limitó a decir que su papá había llegado borracho con ella y muy tarde, la inquietud juvenil del hijo tuvo que esperar algunas horas hasta que su padre Polo despertó con una cruda que dios guarde la hora, de inmediato le pidió que fuera a la tienda de Don Colín y le trajera una cerveza bien fría, seguramente leyó en su mirada la curiosidad de saber por que había traído la bicicleta, no le dijo nada, esperó a que regresara de la tienda con tan preciado líquido, tras aquel sediento primer trago el inevitable !aaaah!.
Miró a su hijo agradecido por haber traído tan ansiado líquido y empezó su singular relato, había ido a visitar al Sr. Almenara, siendo sábado sabía que dejaba de trabajar al medio día, empezaron a jugar “conquián” con las cartas por demás desgastadas de tanto juego sabatino, apostando cualquier moneda, nada de alto costo, el chiste era pasar el rato, total que el tiempo se les fue sin sentir, entre cervezas y una cubas de brandy les llegó la media noche, el alcohol surtió su lógico efecto, ya estaban mareados de más.
Con el vaso de cerveza en la mano salió al patio, tratando de apagar ese molesto fuego interno de una espantosa cruda bien merecida, frunciendo el ceño por la intensidad de aquel sol casi de medio día, le echó una amigable mirada a la bicicleta recargada en el lavadero, como sí en silencio tratará de agradecerle que la noche anterior lo hubiera llevado a casa sano y salvo para proseguir su relato. En efecto, ya no había transporte colectivo, sólo taxis, no sabía que hacer puesto que había perdido en las cartas las pocas monedas que traía, el Señor Almenara recordó el comentario de Polo unas horas antes en relación a que quería regalar a sus hijos una bicicleta para el próximo seis de enero, fue entonces cuando el bromista español, pensando seguramente que Polo le diría que no, le propuso que sí era capaz de subirse y manejar la bicicleta en esas condiciones, se la daría como suya.
¡Polo ni tardo ni perezoso dijo! juega!, me cae si no!, trepó la bicicleta y empezó torpemente a pedalear y zigzaguear, con la incontrolable risa del Sr. Almenara, inicio su avance con sin igual decisión, ello provoco que el Sr. Almenara midiendo las consecuencias le empezará a decir, no te creas Polo, es broma! broma ni que la chingada!, le contesto, a rajarse a su tierra y le dio más fuerte a los pedales; pronto llego a la esquina, los gritos del español no cesaban, ¡no Polo!, mañana te la llevas, te vas a dar un golpe, que necesidad, sin hacer caso Polo dio vuelta a la esquina, pedaleo con más fuerza pensando que alguien del grupo con el que departió toda la tarde de ese sábado lo detendría, vuelta a la esquina y al suelo, rápidamente se incorporó, nuevamente se trepo a la bicicleta tan rápido como pudo que ni tiempo le dio de sobarse.
En cuanto Polo termino su nocturna narrativa, en parte había saciado su consecuente resequedad, advirtió al hijo que deseaba dormir un rato más, su hijo mayor tomo la bicicleta, sin ninguna dificultad puso el pie izquierdo en el pedal y alzo con ligereza la pierna derecha para quedar en condición de manipular la vieja bicicleta del taller radiotécnico, recorrió los alrededores satisfecho de que los vecinos y amigos lo vieran, el hermano que le sigue, ansioso esperaba su turno, las hermanas aunque menores también probaron suerte para aprender a “andar en bici”, mañosamente pasaban la pierna por el entrecuadro y con medio pedaleo para adelante y otro para atrás, así repetidamente avanzaban llenas de alegría y felicidad.
Polo los observaba con satisfacción como se divertían en el llano frente aquella vieja vecindad, volvió a la habitación, quedo inmerso en un breve y eterno silencio por no saber como disimular la vergüenza ante su mujer que no reclamaba nada, pero que fue peor para él esa inquisitiva mudez, aunque apetecía los ricos y picosos chilaquiles que su mujer sabía hacer, no dijo nada, se aguantó como los meros machos en desgracia y que no quedaba de otra, había que “aguantar vara”. Ni siquiera se le ocurrió argumentar en su descargo que ahí estaba la bicicleta, y la recompensa con la evidente felicidad de sus hijos e hijas, a los que veía a través de la ventana de la habitación cómo seguían gozando la bicicleta, cual si fuera la más moderna y costosa del momento, para ellos no había más que disfrutar dos ruedas de felicidad.