José Juan Marín


El ideologismo no es una doctrina, tampoco una ideología ni un sistema de ideas: es una postura pragmática de uso político cuyo rastro puede escarbarse en Hitler, Mussolini y Stalin y, como tal, sirve para justificarlo todo -incluida cualquier cosa- en nombre de la ideología.

 

El ideologismo no es una palabra nueva y tampoco de uso común; el vocablo que más se le aproxima es el de “ideocracia”.

 

El ideologismo en el mundo actual-en sentido estricto- es un pragmatismo de la maldad, la perversidad, la ruindad y la bajeza, pues en nombre del “pueblo” se diezman los fundamentos y la dignidad de lo popular y en nombre del “bien” se hace el mal, trastocando lo que son la ética y la moral en un sistema democrático.

 

Dicho en términos sencillos, el ideologismo es una mirada semejante excluyente que consiste en ver, juzgar y subordinar todo en la vida pública al bien superior de la “ideología”, porque -para ese remedo de pensamiento único- no hay ni puede haber nada por encima o superior a ella.

 

Ahí donde las fronteras ideológicas se han deshecho y los distingos entre lo “malo” y lo “bueno” no dependen ya de una filosofía moral sino de la ideología, el ideologismo no es sólo una burda dislocación de la racionalidad.

 

El ideologismo no es una visión con coherencia y lógica interna, sino una mescolanza de enfoques diseñada no para apelar a la cultura y a la racionalidad de las personas, sino para apelar a sus instintos psicológicos básicos y a sus insatisfacciones humanas más profundas, por lo cual sus principales centros de reclutamiento social se hallan en la marginalidad y la periferia.

 

El ideologismo se basa en explotar el poder de las creencias sociales y populares, sin importar cuál sea su origen, su significado y sus finalidades, pues las creencias generan más seguidores y fanáticos que las ideas y son la materia de consumo que seduce a las masas.

 

El uso del ideologismo, en tiempos de Hitler, sirvió a la retórica y a la propaganda nazi para justificar la persecución y el exterminio de los judíos.

 

Con Mussolini, en Italia, las cosas no fueron distintas: se hizo del diferente un enemigo del “orden nuevo”.

 

En su caso, Stalin no fue la piedra bruta sino el diamante en bruto del ideologismo ruso.

 

En la ofuscación por un pasado incómodo y en las nieblas de la ignorancia, muchos pueblos desconocen el peso de la oscuridad y de la crisis de esperanza, hasta que comienzan a padecerlas en la propia entraña.

 

El ideologismo es sumamente hábil y astuto, porque en el palabreo puede trastocar la oscuridad en luz, las ruinas en Paraíso y el camino al precipicio en redobles de victoria. Pero su esencia es una sola: es la contradictoria luz de una destrucción anunciada.

 

 

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