Título: Espejos del Alma

Autor: Juan F. Perales V.


Sara se sentía motivada. Finalmente estrenaba su piso en Manhattan. La herencia de su madre la había ayudado a realizar parte de su sueño. La amplia estancia, adornada con pinturas del Renacimiento, daba cabida a varias personas, pero sólo ella la disfrutaba. A diferencia de los consultorios aledaños, el suyo se destacaba por su doble altura y el enorme espejo importado. Le gustaba vestirse conservadoramente, sin dejar pasar los detalles de moda. Al mirarse en el espejo, se alegró con la imagen reflejada. Su figura esbelta disimulaba el paso de los años. Después de prepararse un café, se dispuso a continuar con el capítulo del día. Encendió el televisor y seleccionó su serie favorita. La emoción la embargaba, la actriz se parecía a ella y eso la motivaba aún más. Esta vez, no obstante, observó cuidadosamente la escena. La historia comenzaba de manera sumamente interesante, mostrando la indecisión de Luisa.

…Luisa revisó lo que llevaba. El diálogo entre los personajes parecía fluir bien. Sin embargo, la narración se sentía monótona, como si la acción se pausara y no lograra atraer la atención del lector. Aunque sabía qué debía hacer, se negaba a ello. No quería revelar la sorpresa del cuento. Escribió otras líneas y decidió crear algo de suspenso. La incorporación de un nuevo personaje despertaría el interés y le daría tiempo para avanzar al núcleo del argumento.

 

¿Pero cuál?, se preguntaba mientras se miraba en el pequeño espejo redondo con marco de oro que descansaba sobre su escritorio. Gracias al éxito de la cirugía, su nariz recta y barbilla partida le habían devuelto la confianza después de aquel horrible accidente que

 

casi termina con su vida. Sintió algo de escalofrío al remontarse a la escena, pero al mismo tiempo recordaba con agradecimiento que su amiga Inés le había insistido en operarse. En agradecimiento, quería inmortalizarla, aunque temía que su ansiedad y carácter irascivo inquietaran a sus lectores.

 

Antes de plasmar en la hoja la forma en la que Inés enfrentó sus miedos, Luisa dejó volar la imaginación sobre cómo incorporarla como personaje. Primero, describiría la ambientación en Nueva York y, luego, agregaría los diálogos para generar tensión. Sabía que los detalles eran importantes, así que se tomó su tiempo y retomó lo que más le gustaba, y escribió:

 

…En el corazón palpitante de Manhattan, en la cima de uno de sus rascacielos más emblemáticos, el despacho de Eva, la psiquiatra de Inés, ofrecía una panorámica sin igual. Desde esa altura, el «Empire State Building» emergía con grandiosidad, dominando el paisaje urbano y mostrando su esplendor a quienes acudían a la consulta. Debajo, la icónica intersección en forma de «Bowtie» de Times Square vibraba con energía, iluminando con sus deslumbrantes pantallas digitales las calles y creando un escenario que parecía sacado de un sueño.

Eva se acomodó en su silla, abrió su cuaderno y retomó la sesión terapéutica, preguntando:

 

—¿Y por qué te aíslas?

 

—No creo en Dios —respondió Inés.

 

Su porte elegante y casual contrastaba con su inseguridad. La falda café hacía juego con su blusa beige con mangas amplias. El cabello recogido la hacía verse mayor de lo que era, pero el brillo en sus ojos resaltaba su juventud.

 

—¿Y eso te angustia? —preguntó Eva, mirándola fijamente.

 

—No, pero me separa de los demás.

 

—¿Y te sientes marginada?

 

—Solitaria —afirmó Inés, mordiéndose las uñas de la mano izquierda.

 

—¿Qué más te preocupa?

 

—Nada —contestó Inés, eludiendo la mirada de Eva.

 

—Y, entonces, ¿por qué viniste?

 

—Curiosidad, tal vez.

 

—¿Sólo eso?

 

—Te tengo fe —afirmó Inés.

 

—Pero yo no soy Dios.

 

—Por eso mismo —aclaró Inés, aumentando la tensión entre ambas.

 

La psiquiatra guardó silencio. Este era un caso típico de negación. Los diagnósticos de ansiedad habían aumentado y la causa aún no estaba clara. Había guerra en el mundo, sí, pero eso tenía años. Las manifestaciones, corrupción e inseguridad también se habían incrementado, sin embargo, el origen parecía estar en el subconsciente de cada paciente, no en el exterior. Debía buscar detrás de las motivaciones ocultas y escudriñar en lo más profundo de la psique de Inés para tratar de ayudarla. Después de una pausa, le preguntó:

 

—¿Qué te gusta hacer?

 

Inés, molesta, volteó a ver a Eva, que se desconcertó por su reacción. Era una pregunta de rutina, de acercamiento, nada fuera de lo normal, pero Inés la siguió mirando inquisitivamente, acusándola de todos sus males y, ocultando sus dedos mordisqueados, adoptó una posición de seguridad, diciendo:

 

—Nada en especial, un poco de todo.

 

—No me entendiste —dijo la psiquiatra, guardando su cuadernillo de notas y apagando el celular. Lo que seguía quedaría sólo entre ellas. No habría más testigos.

 

—Tienes que esforzarte —añadió Eva.

 

—La curación está en tus manos —afirmó sin tapujos.

 

El rostro de Inés pasó de compungido a mostrar alarma. Se sintió atacada. La sesión estaba tomando otro rumbo. Ella había acudido por insistencia de su amiga Luisa, pero esto se estaba saliendo de control. Se sentía inquieta, fuera de lugar. Pensó en abandonar la sesión y…

 

—¿No me escuchaste? —insistió Eva.

 

—Sí —murmuró Inés, haciendo tintinear sus brazaletes de oro.

 

—¡Carajo! —exclamó Eva, su voz ronca saturó el consultorio.

 

—Habla fuerte —le insistió.

 

Inés no contestó. Estaba a punto de abalanzarse sobre ella. Siempre le sucedía lo mismo. No confiaba en nadie y ahora corroboraba sus temores. Todas eran iguales. No respetaban su privacidad y solo querían sondearla para conocer sus secretos. “Ni mi madre me conoce,

¿por qué contarles a otros mi verdad? Ni loca que estuviera”, pensaba con la vista perdida cuando escuchó:

 

—¿Te sientes mal? —preguntó Eva al verla tan estresada.

 

El rostro de Inés se saturó de rojo. Sus mejillas antes descoloridas, parecían reventarse. La insistencia de Eva le molestaba, pero reprimió sus impulsos.

 

—No me rehúyas —la acorraló la psiquiatra buscando su mirada.

 

—Suficiente —dijo Inés, molesta.

 

—¡Te odio! —exclamó, dejando escapar su coraje.

 

—Eres como todas —la encaró mientras se levantaba y amenazaba con salirse. Las puntas de sus tacones golpearon con nerviosismo la cubierta de acrílico que protegía el brillante piso de madera.

 

Eva observó un ligero temblor en la comisura de los labios de Inés. Sus manos también temblaban y su voz había cambiado. Esto era indicativo de que su paciente se estaba “resistiendo”. Sin inmutarse con la demostración amenazante de Inés, le ordenó:

 

—¡Siéntate!

 

Inés buscó el horizonte con la mirada. Se distrajo viendo el «Empire», pero finalmente obedeció. En ese momento maldijo a su amiga y su ocurrencia de escribir sobre ella. Se percató de que Luisa no valoraba su amistad. Sólo quería que le contara su experiencia clínica para platicársela a sus lectores. Pero eso no iba a suceder. La había atrapado en su propio juego, y eso la tranquilizó. Respiró profundamente y contestó: —Me gusta leer.

 

—Pues hazlo —le sugirió Eva mientras encendía el celular.

 

—Y también mentir —afirmó Inés haciendo una pausa, esperando que Eva terminara de

“jugar” con el celular. En cuanto tuvo su atención, la retó con la mirada y le espetó:

 

—Demasiado —añadió triunfante. Le había mentido con la verdad.

 

Eva se quedó sin habla, paralizada: la ‘confesión’ de Inés era un golpe cargado de ironía. Si estaba diciendo la verdad, entonces, al igual que la famosa paradoja del mentiroso, todo se convertía en un engaño; la terapia, un ejercicio estéril. Eva, atrapada entre el asombro y la frustración, se vio forzada a reconocer la astucia de Inés, que rozaba el genio, llevando su paciencia al filo de un precipicio. La aceptó entre sus pacientes a regañadientes, como un favor a su amiga Luisa, y ahora se prometía a sí misma que sería la última vez. ‘Nunca más’, se juró con firmeza. Su tiempo era un tesoro, como gotas de oro filtrándose entre los granos de un reloj de arena, y no lo malgastaría en juegos mentales tan… seductores y vacíos.

…Mientras tanto Luisa, con plumilla en mano, retomó su argumento. Le urgía terminar la historia; ya tenía la introducción, el escenario y, además, el meollo o nudo había sido resuelto. Pensativa, en el estudio contiguo al de Eva, lleno de flores e incienso de jazmín, se recreaba viendo el atardecer, saturado con gotas de lluvia, mientras escribía esta escena imaginaria. Conocía las motivaciones de sus queridas amigas y casi aseguraba que enfrentarlas generaría suficiente material para su cuento. Se volvió a ver en el espejo mientras pensaba como titularlo. Su fijación por su apariencia rayaba en la obsesión.

 

Después de meditarlo decidió llamarlo “Falacias” o tal vez “¿Amigas?”. Ese era su punto débil. El título era más difícil que la historia, pero ella seguía intentándolo. Una idea le pasó por la cabeza: les preguntaría a ambas. Tenían tiempo sin verse, y este sería un buen pretexto para conocer el nuevo Café * , recién abierto justo abajo, en uno de los cruces más concurridos del mundo. Satisfecha, cerró su cuaderno. Ya tenía el cuento de la semana. La lluvia cesó y las luces de la noche iluminaron con sus destellos las calles de Manhattan.

 

…Sara observó cómo esta escena, la última de la serie, se difuminaba lentamente hasta que los créditos desfilaron ante sus ojos. En el cuadro final, el nombre «Inés» destacaba en la pantalla. Allí estaba Inés, parada ante las majestuosas puertas de un convento, en una encrucijada de decisiones. La melancolía de su expresión se intensificaba con el reflejo de su silueta en un espejo de agua cercano que, conforme la dirección del viento, a veces se reflejaba que entraba y otras que salía.

 

Las lágrimas de Sara fluían libremente, empañando sus mejillas. Ese capítulo era especialmente significativo para ella. Su madre había tenido una breve aparición en él, y aunque había pasado tiempo desde su partida, el dolor de su ausencia la embargaba como si hubiera sido ayer.

 

Los comerciales comenzaron, pero Sara permanecía inmóvil, absorta en sus sentimientos. Después de unos minutos, su mirada se desvió hacia el regalo de cumpleaños que reposaba junto a su cama: un libro de cuentos que había pertenecido a su infancia. Este libro, ahora desgastado por el tiempo y las historias que contenía, estaba a punto de completarse. Con determinación, tomó un lápiz y papel. Era el momento de agregar su propio capítulo, de continuar el legado de narraciones que su madre había iniciado. Con cada palabra, Sara tejía un puente entre el pasado y el presente, rindiendo homenaje a las memorias que compartían y creando nuevas historias para el futuro.

 

A su lado, como mudo testigo del paso del tiempo, el mismo espejo con marco de oro le hacía compañía. Lo tomó y, al ver su imagen, se secó las lágrimas. Su nariz recta y barbilla partida eran iguales a las de su madre.

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