Juan F. Perales V.


La escena era lastimera. Al ver la imagen no se sabía quién sufría más. A veces, Pancracio jalaba a la mula; o más bien, la mula lo arrastraba a él. En ocasiones, se tiraban entre sí. Como quiera que fuera, tanto la hija de jumento como su dueño apenas podían subir la cuesta que terminaba en el camposanto del pueblo que, a la distancia, se veía abandonado. Sin embargo, se acercaban los días más especiales del año. Aquellos en los que los vivos, recordando que algún día se irán, visitan a sus difuntos.

 

De vez en cuando algún tempranero, cual alma errante, se cruzaba entre las tumbas, buscando aquella de su difunta que, a falta de epitafio y cubierta por la maleza se escondía entre las flores silvestres que, al verla tan solitaria, la habían rodeado, abrazándola. Cansado de buscar a su amada, se detuvo en una cruz que, iluminada por los rayos del sol del mediodía, exudaba gotas de resina por su herida abierta, como si llorara de tristeza por el abandono. “Esta es”, se dijo el tempranero. La señal no podía mentirle, era la misma cruz que de niño había tallado. “Es el cariño, no el temor, lo que me trae”, se repetía, tratando de convencerse. Nada que ver con lo que su compadre le decía: “Ve a verla, no vaya a ser que al llegar te reclame por no haber ido en vida”. El amor, por supuesto, siempre lo acompañaba, así que no era por falta de “querencia” que su ausencia, durante todo el año, se notara.

 

La mula avanzaba lentamente, desdibujando las huellas del camino. Como no podía con la carga, zigzagueaba y aplastaba con su pesado andar las ramas de la orilla. Las huellas guiaban a Pancracio y le indicaban que no era el primero en pasar por ahí, aunque eso a él no le preocupaba. “Los muertos saben esperar”, se decía cada vez que la mula se hacía pasar por borrico, negándose a avanzar. Pancracio aprovechaba ese momento para descansar a la sombra de algún guamúchil y, aunque no era hombre de letras, su imaginación le bastaba para elucubrar historias, que, pasado el tiempo, ya no sabía si le salían de su “tzontli” o si las había escuchado al paso, entre los muchos caminos que recorría vendiendo sus flores. “¡Ándate, tateme!”, insistía el hombre a la mula mientras jalaba el mecate que, mal enredado, lastimaba el hocico del animal y hacía que pareciera que este le respondía malhumorado, “Ges”, tratando de rebelarse a tan mal trato.

 

El polvo se levantaba por doquier, anunciando una sequía que parecía recordar a la canícula, pero ambos ya estaban acostumbrados a esto, por lo que la falta de ganas no nacía de lo árido del sendero, sino del fastidio de recorrer lo ya conocido sin saborear alguna sorpresa o, al menos, un cambio que rompiera la monotonía de su pesado andar cuesta arriba. “Con el tiempo, la rutina cansa más que la carga”, pensó Pancracio mientras se secaba el sudor de la frente y golpeaba el lomo del animal, desquitando su frustración.

 

La urgencia por llegar al panteón se acrecentaba porque el sol, inclemente, secaba las flores de cempasúchil y hacía que estas perdieran su lozanía y fragancia, marchitándose por la falta de agua. Conforme avanzaba, Pancracio ofrecía las flores, alegando que una de estas equivalía a veinte de las demás. De ahí su nombre, Cempōhualxōchitl, que denota su fuerte

 

aroma capaz de guiar a los espíritus de los muertos hacia sus seres queridos. Cada vez que alguien le compraba flores, agradecía diciendo: “su color brillante atraerá a tu difunto”.

 

La mula, por fin, se levantó y empezó a caminar, pero agarró por un atajo, desconocido por Pancracio, quien ante la sorpresa, gritó: “¡Tliltic!”. La mula pareció entender cuando la llamó, y se detuvo. Él, sudoroso, jaló con fuerza del mecate, volviendo a lastimar a Tliltic, nombre náhuatl de “prieta”, como le llamaban sus anteriores dueños que, asustados por sus grandes ojos rojos, la habían casi regalado.

 

Al sentir que el mecate se hundía entre sus mandíbulas, Tliltic relinchó y se encabritó, alzando las patas delanteras. Las flores cayeron al lado de Pancracio, rodeándolo, como si fuera una corona de muertos que lo envolvía en vida, presagiando algo inminente. Al verse inmerso entre ellas, Pancracio se asustó y volvió a jalar varias veces la reata, tan fuerte que “prieta”, sangrando y con el hocico roto, relinchó de dolor y cayó encima de él, aplastándolo, como yerba seca a la orilla del camino.

 

Los nuevos dueños de la mula cuentan esta historia cada vez que se acerca el día de difuntos y, convencidos de que el animal actuó en defensa propia, lo llenan de flores y lo pasean por la ciudad durante tres días, como si fuera un carro alegórico convertido en una nueva tradición del día de muertos que, al parecer, a los niños y a las nuevas generaciones les gusta más esta colorida demostración de respeto y devoción por los difuntos, que la de sus padres, anclados en el tiempo y reacios a cambiar.

 

En el lugar de los hechos sólo queda una cruz que dice: “Feliz”. La gente de la región modernizó las vías de comunicación, y “Pancracio” no rimaba con lo nuevo. Los jardines a ambos lados de la carretera lucen flores de todos tipos, excepto la otrora flor color amarilla naranja, a pesar de ser veinte veces más apreciada… en el pasado.

 

Aunque el viejo camposanto sigue abandonado, una nueva tumba lo ha vuelto a la vida.

 

El tempranero, después de limpiar la tumba, arregló la cruz y puso el epitafio: “Vine y no te hallé, así que esta fue la ganona”. Cada vez que su compadre mira la foto borrosa, lastimera como su mirada, siente una profunda tristeza.

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