Título: Justicia Poética

Autor: Juan F. Perales V.


Una tenue luz se filtraba a través de las cortinas. Suficiente para ahuyentar la penumbra que parecía ser su única compañía. Así pasaba sus días el otrora exitoso hombre de negocios. Aunque varios relojes lo circundaban, solo uno de ellos, el antiguo reloj de pedestal, aún movía sus manecillas. Nadie se explicaba su longevidad, pero era fiel testigo del paso del tiempo. Su dueño, Remar, tenía una obsesión por la precisión y verificaba diariamente su exactitud, sin importarle la enfermedad arterial periférica (EAP) que lo mantenía postrado en la cama. A pesar de los intensos dolores que sufría, nunca dejaba de escuchar el constante tic-tac del minutero. Las campanadas de las 12 del mediodía y las 6 de la tarde eran sus momentos de regocijo, ya que pensaba que, si el reloj se detenía, su corazón también lo haría.

Su esposa, Adriana, estaba cansada de ese raro comportamiento. Le había dado un ultimátum a Remar el día anterior: “El reloj o el divorcio”, le dijo, instándolo a deshacerse de ese vejestorio. Remar, por otro lado, amenazó con envenenar a su adorada gata, Mimi, si algo le ocurría al reloj.

Los cuarenta años que llevaban de casados no alcanzaban para limar las asperezas que lastimaban sus precarias vidas. Ya no sabían si aún se querían o solo se necesitaban. En el fondo, se sentían afortunados porque aún vivían. Sin embargo, a pesar de que podían permitirse ciertos lujos, la inestabilidad de su matrimonio mermaba gradualmente su alegría.

Esa alegría se manifestaba en bellos recuerdos, como la fotografía donde ambos posaban felices en su auto de colección Mercedes-Benz 300 SL Gullwing, famoso por sus puertas de ala de gaviota.

Marla, la mucama y cuidadora, era la única testigo de la creciente tensión en el matrimonio. A pesar del cariño que le profesaba a Remar, suspiraba pensando en el día en que él moriría. La pesada tarea de atender su enfermedad, derivada de una aterosclerosis progresiva, sólo se podía sopesar conforme veía cómo el sufrimiento se apoderaba de su voluntad, algo que pocos querrían imaginarse. Marla, además de los cuidados indicados, tenía que darle masaje en las piernas dos o tres veces al día, incluyendo el más pesado, el “ritual” nocturno. A veces pensaba en renunciar, pero la detenía la herencia que Remar le prometía cada noche que ella lo sobaba para atenuar su dolor: “Hazlo bien y despacio, y el auto será tuyo cuando yo muera”, le decía entre suspiros.

Ese día, soleado y sin amenaza de lluvia, Remar celebraba su cumpleaños. A pesar de la alegría imperante y el pastel, la nostalgia lo invadió al recordar mejores tiempos. Esto lo motivó a escribir su nuevo testamento. Algunas cosas habían cambiado desde que cayó enfermo y quería rectificar su última voluntad, dando a cada uno lo que le correspondía por justicia. Hizo un recuento de sus pertenencias y se acordó de su antigua brújula, aquella que lo acompañaba a todas partes cuando de joven exploraba los confines de los amplios espacios verdes y boscosos en las afueras de la ciudad. Ipso facto, llamó a Marla.

—¿Y ahora qué te pidió? —le preguntó Adriana a Marla al verla tan apurada.

—Su brújula —contestó Marla.

—Dile que no la encuentras —ordenó Adriana.

Marla se encontraba entre la espada y la pared, atrapada por los deseos contradictorios de sus patrones que la empujaban a transgredir ciertas normas, causándole zozobra. Abrió los ojos, sorprendida, esperando que Adriana se retractara; pero en ese instante escucharon toques en la puerta. Adriana, entonces, se dirigió al espejo de cuerpo completo que adornaba la estancia y, contemplando su reflejo, dijo:

—No te quedes parada, atiende.

—Hola Padre, pase usted —dijo Marla, dando la bienvenida al cura.

El sacerdote saludó y se dirigió hacia Adriana, quien simplemente lo canalizó hacia la recámara de Remar, diciendo:

—Ya lo espera, adelante.

—Gracias —contestó el cura mientras subía la escalera de mármol en forma de caracol que en épocas pasadas había sido un orgullo de familia, pero que ahora le causaba inconveniencia. A pesar de esto, el saber que su esfuerzo sería recompensado lo motivaba a seguir. Mientras se apoyaba en el brillante barandal con adornos de oro, pensaba: “Con el paso del tiempo, algunas satisfacciones se convierten en pesares».

Aún no entraba el cura a la recámara de Remar, cuando escucharon que alguien más tocaba a la puerta. El nerviosismo de Adriana era evidente. Se volvió a mirar en el espejo, pero esta vez se ajustó varias veces la ropa al cuerpo, y retocó sus labios.

—Muévete —le ordenó a Marla, quien sonrió discretamente, adivinando lo que seguía.

—Adelante doctor —dijo Marla, recibiéndolo. El psiquiatra Jeremías era un hombre maduro, capaz de cautivar con su penetrante mirada sin percatarse de ello. Su nobleza y buen carácter inspiraban confianza.

—La señora lo espera —añadió Marla, tomando su abrigo e invitándolo a pasar. Mientras Jeremías se dirigía al estudio, el cura se acomodaba en la habitación de Remar.

—¿Cómo te sientes, hijo? —preguntó el cura.

—Igual, Padre, sigo mal —contestó Remar buscando con la mirada el minutero del antiguo reloj.

—Confía en Dios, hijo —dijo el Padre.

—Todo está en sus manos —añadió.

Remar parecía no escucharlo. Su rostro denotaba desasosiego. Sacó su reloj de bolsillo y comenzó a frotarlo, como queriendo transmitir con este acto la urgencia que lo lastimaba por dentro.

En ese momento se escucharon las campanadas del viejo reloj. Todos, salvo Remar, hicieron una breve pausa.

—Al fin —afirmó Remar. Su semblante había cambiado. La congoja desapareció dando paso a una sensación de alivio.

—Mi padre tenía razón —dijo Remar entre dientes.

El cura se quedó absorto, dudando de si Remar hablaba con él o si se había trasladado a otra época. Esto le ocurría a veces, cuando un motivo o recuerdo disparaba imágenes que veía y sentía como si fueran reales.

—¿Perdón? —lo interrumpió el cura.

—Sí, me gusta recordarlo. Él era muy meticuloso. Cuando me heredó el reloj, me aseguró que duraría más que yo. En eso confío. No quisiera morirme y dejarlo solo. A merced de mi esposa y de su amante.

El sacerdote se persignó y lo instó a hacer lo mismo, fingiendo no escucharlo. La confesión aún no iniciaba y sería impropio inmiscuirse personalmente en esos asuntos, aún fuera del sigilo sacramental.

Mientras tanto, afuera, en el estudio, Adriana se ponía cómoda, esperando el inicio de la sesión terapéutica.

—¿Cómo te sientes? —preguntó el doctor.

—Igual, doctor, sigo mal —contestó Adriana buscando con la mirada a través del espejo del salón a Mimi, el amor de su vida.

—Confía en ti —dijo el doctor mientras tomaba nota.

—Todo está en tus manos —añadió.

Adriana parecía no escucharlo. Su rostro denotaba desasosiego. Sacó su espejo de bolsillo y comenzó a frotarlo, como queriendo transmitir con este acto la urgencia que la lastimaba por dentro.

En ese momento se escucharon las campanadas del viejo reloj. Todos, salvo Adriana, hicieron una breve pausa.

—Al fin —afirmó Adriana. Su semblante había cambiado. La congoja desapareció dando paso a una sensación de alivio.

—Mi madre tenía razón —dijo Adriana entre dientes.

El doctor se quedó absorto, dudando de si Adriana hablaba con él o si se había trasladado a otra época. Esto le ocurría a veces, cuando un motivo o recuerdo disparaba imágenes que veía y sentía como si fueran reales.

—¿Perdón? —la interrumpió el doctor.

—Sí, me gusta recordarla. Ella era muy meticulosa. Cuando me regaló la gatita, me aseguró que duraría más que yo. En eso confío. No quisiera morirme y dejarla sola. A merced de mi esposo y de su amante.

El doctor se acomodó y la instó a hacer lo mismo, fingiendo no escucharla. La sesión aún no iniciaba y sería impropio inmiscuirse personalmente en esos asuntos, aún fuera de la ética profesional.

Mientras tanto, metida en el baño, Marla cuchicheaba por teléfono:

—Listo, ya se encerraron.

—Estoy en camino.

—Apúrate.

Entretanto, el cura inició el sacramento de la confesión, diciendo:

—Te escucho, hijo.

—Perdóneme Padre, porque he pecado —inició diciendo Remar.

—En ocasiones quisiera que mi esposa muriera antes que yo. De esa manera el reloj se salvaría y perduraría a través de los años. No me importaría fallecer al día siguiente, ni repartir mi herencia. Lo único que deseo es que el reloj no sufra daño —añadió.

Paralelamente, Adriana le confiaba al doctor sus preocupaciones.

—He pensado en regalar el reloj de mi esposo.

—¿Y a quién se lo darías?

—No sé, ¿lo quieres?

—Me gustaría —dijo Jeremías, frotándose las manos.

—Creo que así terminaría con su obsesión. Ya sin el reloj, seguramente moriría y descansaría de su enfermedad. Me duele verlo perder lenta y dolorosamente sus facultades. Es difícil aceptarlo, pero se ha convertido en una carga —aclaró Adriana.

—Pero tu dolor no justifica su muerte —enfatizó el doctor.

—Mi dolor no, pero el suyo sí —afirmó ella.

—Así descansaríamos todos, y Mimi quedaría a salvo —añadió.

—¿Es más importante el reloj o la gata que una vida? —cuestionó el psiquiatra.

—No hay comparación, pero el dolor nos está matando a todos —dijo Adriana y comenzó a sollozar. —Ayúdame —le rogó.

El doctor se acercó a ella y le ofreció un pañuelo. Ella lo tomó de la mano y se le quedó mirando a los ojos…

—Pasa, apúrate —dijo Marla al abrir la puerta, anticipándose a que tocaran.

El intruso se dirigió sigilosamente a la recámara de Marla y comenzó a desvestirse. Ella lo alcanzó y se abrazaron.

—Te extrañé —le dijo él.

—¿Ya averiguaste cuánto vale el auto? —preguntó ella.

—Varía, pero este, como está bien cuidado, se puede vender en más de dos millones de dólares —afirmó el intruso, buscando los labios de Marla.

—¿Traes el veneno? —preguntó ella sin hacer caso de las caricias que él le prodigaba.

—Sí, claro.

—Déjalo en la mesa —le ordenó y finalmente accedió a sus deseos.

—Es para gatas, ¿verdad? —preguntó Marla mientras él la desvestía.

—En dosis altas, puede ‘dormir’ a personas —aclaró él.

—Perfecto, mataré dos pájaros de un tiro —se ufanó ella.

—Apúrate, ya no tardan en terminar —añadió.

Emocionado por la recompensa que recibiría, él la cargó entre sus brazos y juntos se metieron en la cama.

Mientras ellos se refugiaban en su nido de amor, Remar continuaba en confesión, diciendo:

—En mi nuevo testamento, que firmaré mañana, he dispuesto que mi emblemático Mercedes-Benz se le entregue, después de mi muerte, a nuestra querida Marla. Sus cuidados y cariño deben ser compensados, justo como Dios manda. Es la única que ha demostrado que le importo, sobre todo por las noches. Además, su juventud me recuerda a mi esposa, cuando aún era bella y tierna.

—Esa es tu decisión, hijo, pero lo más importante es que tu espíritu descanse.

—¿Has pensado en donar algo a la Iglesia?

—Sí, el reloj —afirmó Remar sin pensarlo.

—Hijo, te conozco de toda la vida. Tus pecados merecen más que eso —afirmó el Padre.

Los ojos de Remar se encendieron, desconcertado al escucharlo. Se quiso mover, pero fue inútil. El cuerpo no le respondió. Lo intentó nuevamente y al lastimarse, sacó un quejido de dolor que se escuchó en toda la casa.

—Te conviene donar el auto —le dijo el cura mientras le daba la bendición y se despedía…

—¿Escuchaste el ruido? —dijo el intruso. —Mejor me voy —añadió.

—Es la gata —dijo Marla, abrazando a su amante. Encendida de pasión, quería que él apagara el fuego que aún la consumía. Se imaginaba que así, juntos, pasarían el resto de su vida; viviendo en su nueva casa en la playa. Estaba segura de que pronto haría realidad su sueño.

Mientras tanto, Adriana continuaba sollozando. Sus lágrimas terminaron por enternecer al doctor, quien sucumbió a su actuación y le dijo:

—De acuerdo, yo te ayudaré a que termines con su sufrimiento.

Ella lo abrazó emocionada. Su plan comenzaba a funcionar. El psiquiatra conocía medicamentos que dormirían a su esposo para siempre, eliminando su sufrimiento. Las campanadas del reloj que tanto odiaba, por fin dejarían de sonar. Adriana tenía razón. A pesar del cariño, hay momentos en los que prefieres que la persona que sufre, descanse. Pero antes, se aseguraría de que el auto quedara a su nombre. Sentía que ella lo merecía más que cualquiera. Había entregado su juventud y vida a su antes ‘adorado’ esposo.

El cura bajó deprisa la escalera. Le urgía preparar los papeles de la donación y regresar con ellos antes de que Remar firmara el testamento. Esta donación le permitiría ascender a párroco, un sueño que abrigaba desde su juventud. Hizo caso omiso del protocolo y salió de la casa sin despedirse. Sin embargo, en su apuración, azotó la puerta.

—¿Escuchaste? —preguntó el intruso y rápidamente se vistió. Era momento de dejar la casa. Si lo encontraban dentro, sería el fin de su plan para ‘salir de pobre’.

—Adiós, mi amor —dijo Marla entre sueños.

Momentos después, el psiquiatra salió de la casa. Le había dejado a Adriana la sustancia, convencido de que hacía el bien. “La eutanasia justificada no soslaya la ética”, pensó mientras se subía a su auto de colección.

Esa noche, independientemente y sin saberlo, tanto Marla como Adriana pondrían en marcha su propio plan, pero Remar aún tenía un as bajo la manga. Como pudo, se movió hacia uno y otro lado de la cama y abrió el buró. Sacó el nuevo testamento y una pluma. Antes de caer dormido lo firmó y lo volvió a guardar.

Al día siguiente, extrañamente, el reloj marcaba las 2:01 am. Había dejado de funcionar sin motivo aparente. El cadáver de Remar, por su parte, mostraba un rictus de angustia y una palidez azulada.

Tras el diagnóstico de muerte por embolia pulmonar derivada de Isquemia, el sepelio tuvo lugar sin mucho público. Remar era un viejo cascarrabias y poco querido, por lo que no fue sorpresa que la soledad opacara la presencia de Adriana y Marla.

Días después las citaron para la lectura del testamento. Disimulando sendas sonrisas, se sentaron una al lado de la otra. Tenían confianza en ser las herederas del codiciado auto.

“Es mi voluntad que el valor de mi automóvil Mercedes-Benz 1957 se divida por partes

iguales entre mi esposa Adriana y mi cuidadora Marla”, leyó el notario.

La sorpresa de ambas fue mayúscula, pero se abrazaron fingiendo alegría. En el fondo, estaban desconsoladas por no haber sido herederas universales. Acto seguido, se separaron y ya se despedían cuando se volvió a escuchar la voz del notario.

—Me permiten —dijo.

Un silencio sepulcral se adueñó del lugar. El temor se apoderó de ellas. “¿Tendría otra amante?”, parecían decirse mientras se veían, interrogándose con la mirada.

—Me falta leer la cláusula de excepción —añadió.

“En el evento de que mi deceso ocurra después de las 2:00 am, por este medio instruyo que la gata, Mimi, sea la beneficiaria indirecta de mi automóvil Mercedes-Benz 1957, mediante la creación de un fideicomiso que será administrado por el nuevo párroco de ‘La Divina Providencia’, quien… “.

—¡No! —gritaron ambas al unísono, interrumpiendo la lectura.

Las lágrimas por fin brotaron de sus ojos. En ese momento sintieron el dolor de la pérdida. Remar había calculado perfectamente todo. Sospechaba de sus intenciones y sabía que un veneno o droga haría efecto en su cansado cuerpo después de las 2:00 am.

La noticia fue tan impactante que los principales medios de comunicación la publicaron, convirtiendo a Mimi en tendencia mundial. En el momento de escribir este cuento, tenía más de tres millones de seguidores, una hazaña similar a la alcanzada por ‘Grumpy Cat’,

quien en el pasado se ganó los corazones de los usuarios de internet y se convirtió en una sensación viral.

Adriana se pasa los días escuchando las campanadas del viejo reloj, instalado en la parroquia. Sus rezos y plegarias la ayudan a exculparse.

Marla vive en la playa, ofreciendo sus servicios como masajista. Trabaja duro para comprar la casa de sus sueños.

El cura, aunque destituido de sus funciones, sigue asociado con el psiquiatra en un nuevo proyecto familiar de apoyo terapéutico y espiritual. Planean escribir su propia versión de los hechos.

El intruso se quedó con la brújula. A pesar de ello, no encuentra el rumbo.

Al final, la justicia se impuso. Todos recibieron lo que, por derecho, merecían. La poesía se quedó mirando a la justicia, felicitándola.


Juan F. Perales V.

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