Título: La última Nochebuena.

Autor: Juan F. Perales V.


“Me llamo Verity. Tengo poco más de 50 años, estoy divorciada y soy adicta al trabajo”.

Con estas palabras, Verity inició su presentación ante los que, como ella, buscaban ayuda. Sentada en medio del grupo, se estrujaba las manos nerviosamente, como si quisiera llenar el hueco entre ellas. Con el sudor perlando la frente y su cabello alborotado se veía desaliñada a pesar de su fina ropa de oficina. Cabizbaja, se armó de valor y continuó:

“Cuando era niña me gustaban las Nochebuenas. Las pasaba junto a mi madre y mi hermana. A pesar de nuestras carencias, nunca me sentí sola. Sin embargo, después de que mi hermana enfermó, el deseo de ayudarla y de progresar me llevó a donde estoy ahora. Disfruto mucho trabajando, tanto que se me olvidan las horas, pero en cuanto salgo de la oficina me siento vacía, y eso se acentúa conforme se acerca la Navidad. La ansiedad se apodera de mí y no encuentro sosiego. La última Nochebuena la recuerdo por dos motivos. Conducía sin rumbo fijo, buscaba perderme en la nada y olvidar mi soledad. No me importaba adónde me llevara el camino. Pasado un rato, me percaté de que estaba en las afueras de la ciudad. Los

 

bares iluminaban con sus marquesinas de neón la oscuridad de la avenida, invitando a los transeúntes a pasar. Yo acepté y estacioné el auto. Después de entrar, me dirigí directo a la barra y me senté en el único lugar disponible.

Ese día, temprano en la mañana, me habían despedido injustamente de la empresa y necesitaba urgentemente un trago para aliviar la tensión. Mi cabeza aún estaba aturdida por la mala noticia y la sentía a punto de estallar. Lo que menos deseaba en ese momento era enterarme de otros problemas, pero la presencia del anciano a mi lado capturó mi atención con su calma y porte distinguido. Inadvertidamente, escuché que decía: “Hoy, finalmente lo hice”. El cantinero, mientras servía las bebidas, asintió con la cabeza, alentándolo a continuar. Fue entonces cuando el anciano, quitándose la gorra, comenzó su historia.

“La tarde, aunque bella, invitaba a la nostalgia. El sol ya empezaba a limpiar el cielo, filtrando sus rayos a través de las ventanas y ahuyentando la oscuridad del billar. Sin embargo, la monotonía se hacía sentir en el interior. La lluvia había cesado y algunos jóvenes salían de sus casas en busca de diversión. La mayoría solía reunirse allí, antaño privilegio de los desocupados y faltos de otro qué hacer. Se pasaban las tardes soñando el día en que jubilosos ya no tendrían que trabajar. Parecía un pleonasmo, pero más que eso, este comportamiento era verdaderamente redundante. Cualquier apófisis tendría más valor que la retórica, si no fuera porque yo seguía esperando, como si el tiempo no pasara, y sólo dibujara líneas curvas en mi frente, áspera y aún lozana. A pesar de los años, vestía conservador, algo que me distinguía del entorno y me daba credibilidad ante los demás. Mi chaleco café no me lo quitaba ni aunque el tiempo me lo pidiera, ya que hacía juego con mi gorra y eso me ayudaba a recordar quién era. Cosas de viejo, dirán algunos.

Como en otras ocasiones, los jóvenes buscaron su mesa de billar.

—Platícame un cuento —me pidió uno de ellos después de sacar las bolas de las troneras.

 

—No me gusta contar cuentos —contesté, juntando las manos.

—Pues dinos algo nuevo, para romper el hastío —insistió el recién llegado.

—¿Qué de nuevo se puede decir acerca de alguien tan viejo? —les pregunté.

Los jóvenes cruzaron sus miradas, interrogándose entre sí, temerosos de que yo iniciara otra de mis monsergas. A mí, no obstante, no me importó ese gesto. La emoción ya me había seducido y comencé diciendo:

—Seguramente han pensado lo mismo que la mayoría. Un viejo que parece resignado y sin fuerza, que apenas puede moverse y lastimeramente busca con su bastón la orilla oculta de los objetos que solo él ve.

—¿Para qué preocuparse por eso? —pregunté y, al ver que nadie contestaba, continué:

—La sutil verdad es que todos tenemos uno en casa, afortunadamente hablando. Si no es así, lo siento mucho. Sobre todo, porque ya no tendrán la oportunidad de escuchar de su propia voz una historia como esta, que igual que otras, pero diferente de cada una, narra las vivencias de uno de tantos, pero muy especial para mí. La sangre llama, se dice por ahí, veamos si es cierto.

Mi padre tenía muchas ilusiones, tantas que en sus buenos tiempos lo veías reír cuando montaba a caballo. Bueno, al menos eso me contaron. No tuve la suerte de mis primos. Cuando yo nací, mi padre ya había perdido todo. Él, acostumbrado a arrear vacas y administrar el rancho más grande de los alrededores, de pronto se vio sin nada. La costumbre, según me enteré después, dictaba que a la muerte de su padre, todos los bienes, incluyendo el rancho, debían pasar íntegros a mi abuela. Esto se aplicó al pie de letra, y todos los hermanos honraron dicha decisión. En ese momento no se vislumbró lo que vendría después. Mi padre, el hijo mayor de hacendado, no sabía otro oficio. Sus jornadas eran de 17 horas: se levantaba a las 4 a.m. y se acostaba temprano, a las 9 p.m. La hambruna, después de la muerte de mi abuelo, lo obligó a buscar suerte en la ciudad. Lamentablemente, no tenía otra opción.

Sí, ya sé, como muchos, quizás piensen que exagero. Para mí eso sería lo más fácil. Sin embargo, no se puede exagerar cuando tienes que darles de comer a seis hijos. Eso demanda todo tu tiempo, esfuerzo y, si no tienes los medios o educación, ni persignarte te ayudará a sobrellevar sus necesidades que, dicho sea de paso, crecen con cada día que pasa. Así que, volviendo a la historia que empecé, quiero agregar que las ilusiones pronto se desvanecen. Es decir, imagínense que se pasan 17 horas o más tratando de ‘juntar’ el gasto diario, y se dan cuenta de que no alcanza ni para los frijoles con pan. En ese momento, seguro que no hay noticia mañanera ni chiste que los haga reír. Bueno, debo aclarar que en aquel entonces no los había. Así como lo oyen. No es divertido escuchar a los hijos quejarse de hambre y no ser capaz de satisfacer lo básico.

De pronto, la ciudad se había engullido a mi padre, y a nosotros con él. He visto películas en las que por menos de eso se exalta al héroe que, aunque haya matado, después de vencer a los villanos recibe el perdón y la redención. Me hubiera gustado ser uno de ellos y que esa historia o, en este caso, tragedia, terminara en dos horas.

Desafortunadamente no fue así. Tuvieron que pasar 50 años para que, por fin, después de muchos sinsabores, me decidiera a compartir estas verdades. Algunos jóvenes amigos, hoy colegas y compadres, me han preguntado: ¿Qué tipo de pensador eres? ¿ateo? ¿agnóstico? En esos momentos volteo a verlos de soslayo y, antes de contestar, sonrío para mis adentros, diciendo: “Eso sólo Dios lo sabe, pero lo dudo,

 

se los juro”. Casi todos se ríen. Yo, con gesto serio, espero hasta que terminan y les pregunto: ¿Qué dije? Ahora bien, no vayan a confundirse; ser sincero es diferente a cínico. Es más educado contestar de esta manera que hacerlos llorar con mis tristes recuerdos. La verdad, cuando es incómoda, lastima más que una piedra en el zapato —dicho esto hice una pausa al ver que dudaban.

—¿Y qué se debe hacer? —preguntó con perspicacia el mayor.

—Primero, no den nada por sentado. En varios libros leí enseñanzas que se repiten y que no siempre son las mejores para los jóvenes: “No hagas esto”, “Cuidado con aquello”, “No te conviene”’. Si alguien me pidiera un consejo, le sugeriría: “Reflexiona sobre lo que lees, especialmente lo antiguo”. Con el paso de los años, he aprendido que hasta las buenas intenciones en forma de hipérboles y parábolas pueden necesitar una actualización. Algunos escritos ofrecen orientación moral, pero es esencial buscar conocimientos que respondan a nuestro tiempo. En mi pueblo natal, asolado por la hambruna, así como en otros lugares, es fundamental no solo nutrir el espíritu sino también el cuerpo. La verdadera bondad se encuentra en satisfacer las necesidades prácticas de las personas: la alimentación y la educación son claves para una vida plena y satisfactoria —tras decir esto, me sequé el sudor de la frente, y añadí:

—Antes de que se me olvide, también quiero alentarlos a que sigan su propio camino y sean auténticos en sus acciones. No se sometan ciegamente a la autoridad, sino que ejerzan el pensamiento crítico. Enfrentarse a los poderosos es desafiante, pero ceder ante ellos solo perpetúa la injusticia. Puede ser difícil, pero vivir con integridad proporciona una paz que no se compra con nada, ni siquiera con rezos — afirmé con convicción.

—¿Y tú lo has hecho? —preguntaron incrédulos. Yo, recordando, contesté:

—Dichos valores los recibí a través de mi padre, sus ejemplos fueron mi herencia. Me he esforzado por seguirlos, aunque debo confesar que en ocasiones el camino ha sido sinuoso. Una curva mal tomada sorprende a cualquiera. Pero, a pesar de mis errores, él siempre me apoyó. Como aquella vez, después de años de trabajar en empleos mal pagados, cuando decidió abrir una pequeña tienda o tendajo. Yo aún era pequeño, pero un amigo suyo me recordó años después que, con mi inocencia, había sido culpable de que ese proyecto familiar fracasara. Pensé que me lo decía en broma, pero con una mirada profunda, como acusándome de eso y otras cosas, me dijo: “Tomabas huevos de gallina y los ofrecías a menor costo a otros tendajos». Yo, rascándome la cabeza, intenté defenderme, diciendo: “No lo creo”, “¿Quién en su sano juicio le iba a comprar a un niño?”. Él me dio una palmadita en la espalda y aclaró: “Lo más triste es que si no te los compraban, los rompías”. Luego se marchó sin despedirse. Creo que se sentía afligido, ya que alcancé a escuchar que murmuraba: “Ser viejo duele”, “Algún día lo entenderás” —dije sin detenerme, y seguí hablando.

—Con el tiempo, mi cuerpo, poco a poco y sin prisa, fue cediendo a las exigencias de la vida, y lo que antes me enorgullecía, hoy se cae a pedazos, literalmente hablando. Es decir, no se ufanen de lo que son, ya que en un abrir y cerrar de ojos dejarán de serlo. Vivan a sus anchas, sin prejuicios que los aten a lo ya conocido que, por más que lo lustren, ya no brillará como lo hizo alguna vez. No se esperen, vayan por ella, cualquiera que sea su meta. Y lo que les estorbe o impida alcanzarla, pues ¡rómpanla!, como huevos.

En fin, ahora escribo cuentos de mil palabras o más. Y sí, finalmente lo entendí —les dije.

 

Los jóvenes, emocionados, me abrazaron. Era la primera vez en años, pero, afortunadamente para ellos, aún podían hacerlo. Mientras esto sucedía, varias bolas de billar chocaron entre sí con estruendo. Alguien en la mesa contigua las golpeó bruscamente interrumpiendo nuestra conversación.

Acto seguido, los jóvenes se despidieron y se encaminaron hacia la salida. Yo, con el puño en el mentón, les hablaba mientras se marchaban:

—Ah, se me olvidaba lo más importante —les dije en tono reflexivo. Ellos se detuvieron para escucharme.

—En la vida —comencé, mi voz era firme, como el suelo que pisaba.

—Hay un mandato más grande que todos los ‘deberías’ y ‘tendrías que’ de los libros y sermones: ¡Amen!, pero no como un simple dicho, sino como un compromiso de vida —dije elocuentemente.

Los jóvenes, acostumbrados a mis aforismos, esperaban el siguiente consejo que saldría de mis labios. Pero lo que siguió fue una pausa, un silencio que hacía resonar su corazón, llenando de satisfacción su rostro. Finalmente, con una sonrisa que revelaba mi catarsis, añadí:

—Y cuando encuentren la verdad en el amor que dan y reciben, cuando vean la bondad en el acto de amar, entonces podrán decir con toda sinceridad: ‘¡Amén!’, porque eso será la confirmación de que han comprendido el mensaje más allá de las palabras, que su espíritu se ha sublimado sobre la materia —les aclaré.

Mientras ellos se marchaban, comencé a cerrar las ventanas del billar. ‘Hoy ha sido un día especial’, pensé para mis adentros” —dijo el viejo.

Verity hizo una pausa para secarse los ojos, humedecidos por las lágrimas. Emocionada, continuó su presentación.

…Ahora lo recuerdo. La historia que contaba el anciano a mi lado me estremeció. Ese fue el primer motivo de esa noche. Aunque yo ya había terminado mi trago y estaba a punto de salir del bar, al escuchar que el cantinero le preguntaba: “¿Y por qué pensó eso?”, no pude marcharme y esperé intrigada su respuesta.

— Ahora puedo morir en paz —dijo el viejo poniéndose la gorra.

—¿Por qué? —insistió el cantinero.

—Porque he contado mi historia —afirmó el anciano, y esperó a que llenaran su copa.

—El cáncer pronto me arrebatará la vida, pero eso ya nadie me lo quita —añadió.

—Esta es mi última Nochebuena —terminó diciendo. Tras abrazarnos quiso marcharse, pero yo lo detuve y, mirándolo a los ojos, me atreví a preguntarle:

—¿Y qué me dice sobre el trabajo?

El viejo lo meditó antes de hablar. Parecía costarle dificultad responder. Sin embargo, suspiró y continuó con voz pausada, como queriendo grabar en mi mente sus palabras.

—No permitas que el trabajo mate al amor. No hay tumba más fría que la soledad. Mejor acompáñala con una flor y un rayo de sol. Eso perfumará tu vida y te brindará calor —me dijo el anciano y se fue sin esperar

 

mi agradecimiento. Eso me conmovió. Sus metáforas poéticas encapsulaban sabiduría. Yo no esperaba ese tipo de respuesta.

Verity se detuvo para ver la hora en su moderno reloj. Respiró hondo y continuó:

—Esa noche, también yo, al igual que los jóvenes en el billar, aprendí una lección: ‘El trabajo no es la vida’, me dije. Esto lo recuerdo muy bien porque las piernas me temblaban —aseveró Verity, llevándose ambas manos a la cabeza, alborotando aún más su desordenado cabello mientras decía:

—El otro motivo ya se me olvidó, han de dispensar, pero mi memoria ya no es la de antes. Por eso me dicen ‘amnesia’, y sí, soy agnóstica gracias a Dios. Aprendí también que lo importante en la vida viene de los demás, pero hay que saber escuchar. Por ejemplo: “Hay veces que, sin buscarlo, el destino te lleva por el camino indicado”, me dijo el cantinero antes de servirme ‘la del estribo’.

—Lo reconozco ante ustedes. Por el viejo es que hoy estoy aquí —terminó diciendo Verity.

Los aplausos de los participantes de la sesión de autoayuda fueron la mejor bienvenida que había recibido en toda su vida. Este nuevo ‘trabajo’ pintaba bien. Ya no se sentía tan sola. Se levantó, tomó la flor de nochebuena que le ofrecían como nuevo miembro, y mágicamente su semblante cambió. Verity sintió un dulce estremecimiento, estaba lista para recibir la Navidad.


Juan F. Perales V.

 

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