Título: Origen

Autor: Juan F. Perales V.


Atardecía. Aún había luz, pero la penumbra comenzaba a dar paso al inminente ocaso. Esta vez, sin embargo, no había sol. En su lugar la lluvia, persistente y sonora, hacía que los cristales de las ventanas se vistieran de gris, opacando todo deseo de alegría.

 

Mozak, decidido a cambiar esto, encendió el aparato “Ralequín”. Lo hacía cada vez que se sentía triste o agresivo. Se introducía en la cápsula y se sentaba en la silla giratoria, como un ritual previo para conseguir placer. Había aprendido a usar los controles básicos y, lo más importante, asociaba los colores y el sonido de Ralequín con un estado de euforia pasajera. Eso lo invitaba a seguir usándolo. Su solitaria vida, alejada del ruido y de las fiestas que a otros divertían, era la imagen perfecta de lo que veía a través de la cápsula, sus motivadores: un frutero y un cuadro de “Los Girasoles”, estilo Van Gogh, que adornaba la pared. Las flores emergían de un jarrón, pero a diferencia de la pintura original, este era físico y de cristal, lo cual permitía ver con toda claridad cómo se integraba con las ramas de los girasoles, fusionándose en una obra surrealista que pretendía no sólo adornar, sino trascender la lógica y la razón. Pero, esto último, Mozak aún no lo entendía.

Después de algunos minutos, Ralequín expidió gases e hizo retumbar no solo los cristales, sino también las paredes del amplio departamento que Mozak usaba como estancia. Algunas luces, centelleantes y de varios colores, inundaron la habitación, iluminándola,

 

como una hermosa mañana de primavera, donde los pájaros acompañan con sus sonoros trinos a los rayos de sol que se filtran por todas partes hasta llegar al interior del alma más oscura.

 

Mozak, sentado en el centro, giraba lentamente, gracias a la silla motorizada preparada para este fin. Poco a poco, sin prisa, incrementó las revoluciones hasta que empezó a sentir vértigo. La primera fase había sido completada con éxito. Aún con los ojos cerrados, fue sobresaltado por el violento desprendimiento del antifaz que los cubría, señal de un cambio brusco en la dirección de la silla. La inercia hizo su efecto, arrojando al suelo todos los objetos que no estaban firmemente asegurados a las paredes. La segunda fase estaba en marcha, tal como estaba programado, pero algo era diferente esta vez: su rostro estaba desfigurado por el dolor, una clara señal de que algo no iba bien

 

El miedo hizo presa de Mozak. Una sensación caótica, de ingravidez, se apoderó de su falta de razón. Su corazón se aceleró como respuesta a lo desconocido. El peligro percibido por sus instintos lo obligaba a sudar en exceso. El pánico lo mantenía inmóvil, pegado a la silla, a expensas del remolino que creaba la fuerza con la que se aceleraba. Sus nervios lo empezaron a traicionar. Pensó en la muerte y un escalofrío recorrió su espina dorsal.

 

—¡Aborta! ¡Aborta! —exclamó Mozak. Su rostro alarmado era sinónimo de pánico.

 

Ralequín continuó girando como si no hubiera oído nada. Su programación exigía que cualquier comando se antecediera con su nombre, similar a como se le pide a un asistente digital que reproduzca una melodía.

 

—¡Detente! —exigió Mozak, visiblemente alterado.

 

Los nervios lo habían traicionado. La sensación de falta de aire oprimía su pecho. Abrió la boca tratando de jalar aire a los pulmones, pero fue inútil. En su desesperación, recordó el botón de emergencia. Aunque movió su brazo tratando de alcanzar la parte media de la silla, la fuerza inercial del giro, como un trompo que rota sobre sí mismo a alta velocidad, se lo impedía. En ese momento se encendió la alarma de Ralequín; un foco rojo anunciaba desastre inminente y una voz, grave y pausada, repetía:

 

—Emergencia, diga mi nombre y el código para abortar.

 

—Ralequín detente —dijo Mozak.

 

—Emergencia, diga mi nombre y el código para abortar —repitió Ralequín.

 

Las fuerzas comenzaron a abandonar a Mozak, quien trataba de saltar de la silla, pero era imposible. Sus ojos mostraban cansancio. El agotamiento mental era aún mayor. Faltaba poco para que se desvaneciera. Casi suspirando, con voz entrecortada, Mozak trató de decir el código, pero la voz se ahogó en su garganta, saliendo apenas una parte y un murmullo.

 

—Ralequín código R R X 3 2 …

 

—Emergencia, diga mi nombre y el código para abortar —repitió Ralequín.

Mientras tanto, en el exterior, expectantes y con los ojos desmesuradamente abiertos, Maya y Alberto observaban con atención a través de los cristales polarizados, simulados como ventanas de habitación, el experimentó que cuidadosamente habían diseñado.

 

—Creo que ya llegó al límite —dijo Alberto.

 

—Espera. Necesitamos probar su reacción —respondió Maya.

 

—Puede morir —aclaró Alberto.

 

—Es el riesgo —afirmó Maya, pero no dio la orden de abortar. Adentro de la habitación, Ralequín advirtió:

—Emergencia, últimos segundos, 60 , 59 , 58….

 

A escasos 10 segundos del desastre, Mozak hizo un último esfuerzo:

 

—Ralequín código R R X 3 2 2 Z —dijo exhausto.

 

Por un momento, el aparato continuó girando. Mozak, al borde del desvanecimiento, sintió miedo de que su orden no hubiera funcionado, de que Ralequín siguiera en su movimiento perpetuo hasta que su fuerza lo abandonara. Pero justo cuando sus ojos estaban a punto de cerrarse, la rotación de la silla se ralentizó gradualmente.

 

Paulatinamente, el caos dio paso al orden y todo se detuvo. La escena final era una copia fiel de la misma escena al inicio de la primera fase. Incluso la lluvia golpeaba los cristales y las nubes eran idénticas a las que Mozak había observado. No lo podía creer, se sentía lleno de energía, como si todo hubiera sido producto de su mente o de alguna droga. Se levantó de la silla y se dirigió a la mesa, donde un frutero con pequeñas flores adornaba la esquina, justo debajo de la pintura postimpresionista que imitaba el arreglo o viceversa; los girasoles parecían haber cobrado vida.

 

Acto seguido, Mozak cogió una banana y, al igual que en otras ocasiones, la peló cuidadosamente antes de consumirla. Sin embargo, esta vez le supo diferente, azucarada.

 

En el exterior, Maya y Alberto se abrazaron efusivamente. El experimento había sido todo un éxito. Mozak había sido capaz de memorizar 7 caracteres seguidos, una proeza inusitada para un primate no evolucionado del planeta Mordiz.

 

—Este es un día memorable —dijo Alberto, separándose de Maya, quien sonreía maternalmente.

 

—Ya podemos enviarlo al planeta Azul, un lugar inhóspito donde las creencias y deidades no tienen cabida —afirmó Maya.

 

—El Paraíso está a punto de ser poblado —argumentó Alberto, sus ojos despedían una luz brillante, como los de un padre orgulloso de su hijo.

 

Poco después, ambos abordaron su nave y se perdieron en busca de otro planeta habitable.

 

El antifaz permanecía en el piso. El experimento había demostrado con hechos que no había conflicto en el universo, el creacionismo y la evolución se complementaban.

 

Sin comprender nada de esto, Mozak tomó otra banana. Su instinto prevalecía sobre su naciente razón. Ignorante de los misterios que trascendían las galaxias conocidas, se dejó seducir por su dulzura y, tras saborear varias, un sopor lo envolvió y empezó a soñar con girasoles. Finalmente, su realidad había trascendido la lógica y la razón.

 

Mientras un sutil dolor se tejía en sus costillas, Mozak cayó en un profundo sueño. Algo en su interior luchaba por emerger: su “Mozaka”. Esto era una eclosión, más que un paralelo

 entre “isha” (mujer), hecha de “ish” (hombre), según el Origen en las escrituras.                  

 

Juan F. Perales V.

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