Una vez fui rico

José Rubén Romero, picardía, dichos y erotismo: Una vez fui rico, 1942.

Juan García Chávez

 

En 1942 se publicó Una vez fui rico, la historia de un burócrata de la Ciudad de México, que “no tenía ambición del dinero”. Al fallecer su padre, encontró en la caja de caudales “tal cantidad de piezas de oro, en pilas reluciente, iguales, alineadas como soldados en traje de revista.” ¡Claro!, la vida de nuestro narrador cambia: “En un mes adquirí veintinueves trajes y catorce bastones. ¡Un bosque de bastones y una lluvia torrencial de vestidos, como si yo tuviese muchas manos y muchos cuerpos para usarlos!”

En “El Globo” trabó amistad con Francisco Icaza, Artemio Arizpe, José Juan Tablada y Genaro Estrada, entre otros. Cuando cambió de domicilio su vecina fue María Conesa, se hizo miembro de un club, en donde comentaron:

“–Antonio Caso es un sabio –aseguraba alguno.

–¡Y de qué le sirve si apenas puede vivir!

–La Filosofía es una inversión, como todo conocimiento, si se capitaliza el tiempo invertido en sus estudios…

–Será verdad, pero están condenados a vivir con los réditos de su título, y son como presuntos herederos que mueren antes de que les llegue la herencia.”

Con dinero baila el perro: “También a fuerza de dinero pude obtener satisfacciones sexuales […] Tuve simultáneamente mis siete amigas –una para cada día de la semana…

El lunes tocábale a la rubia de sangre sajona y ojos azules…

El martes se rendía culto a la provincia, al capricho no realizado en el pueblo […] Mucha enagua crujiente y apenas el corpiño desabrochado.

El miércoles, la escena tenía un dulce dejo romántico. No podía definir si los suspiros eran de tristeza o de goce.

El jueves, la manzana tenía sabor a vino fermentado.

El viernes, el pecado era con una obrerita de un taller de encuadernación…

Por los flancos del sábado bajaba el fuego de un volcán en erupción: honesta casada a quien vestían en La Maison de Luxe y desvestían en todos los mesones clandestinos del amor…

Tuve una prima que me hacía trabajar los domingos por la mañana, mientras el resto de la familia oía devotamente su misa de doce.

Sería injusto acusar de interesadas a las mujeres. Ninguna me dijo dame, pero todas sonrieron al recibir mi dádiva.”

Y cuando estuvo con una mujer virgen:

“La belleza de María Inés era entonces la clásica belleza de moda: los pechos grandes, firmes, fuertes; los muslos redondos, como dos cataratas de manteca; las piernas gordas…

–Es la primera vez…

Crucé con paso firme, decidido, el umbral del recinto inviolado. ¡Y era verdad!”

Nuestro personaje cayó en ruina: “¡Pero el juego es un fuego –decía mi abuelo–, y apenas pone uno la mano en su brasa se nos quema la sangre y la casa!”

 

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