JUAN F. PERALES V.

 

El aroma de los arreglos florales saturaba la capilla de velación, mezclándose con el humo de los cigarrillos que se esparcía desde la entrada hasta el recinto, donde el féretro, con sus acabados de oro, opacaba las joyas de las señoras que, apresuradas, ocupaban los pocos lugares disponibles, mientras los ancianos permanecían de pie alrededor del difunto.

 

En el exterior, el viento mecía las copas de los árboles y el ocaso del sol, teñido de tonalidades rojas y naranjas, presagiaba una noche fría que invitaba a buscar refugio y compañía. Dentro, en el baño, la joven viuda, Amista, aún no terminaba de arreglarse. Se ciñó el vestido, ajustándolo a su delgado cuerpo. Su imagen, reflejada en el espejo, le confirmó su sospecha, y recordó con tristeza las caricias que Salgo le prodigaba cuando disfrutaban juntos al calor de la chimenea. Antes de salir, se retocó ligeramente los labios y vio a través de la ventana a dos petirrojos surcando el aire, desplazándose graciosamente desde los pinos hasta la superficie del jardín lleno de rosas blancas. Sus piruetas creaban un espectáculo que distraía a algunos de los asistentes, cuyos rostros, en la penumbra del interior, se mostraban inexpresivos. Aunque hacía tiempo que no se reunían, nada había cambiado entre ellos. Los saludos fríos y desprovistos de emoción se ajustaban al protocolo. La vestimenta formal y los adornos llamativos de algunos daban la impresión de que estuvieran en unas bodas de plata más que en un acto luctuoso. De repente, los murmullos se apagaron cuando unos tacones resonaron en el mármol.

 

Todos los asistentes voltearon a verla. Amista bajaba las escaleras de caracol y su porte, pese a la tristeza, se mantenía incólume. Su cabello negro caía de lado sobre su vestido blanco con un fino encaje tejiendo un corazón al frente. Sin embargo, al dirigirse a ellos, su voz la traicionó. Se esforzó para hablar con la seguridad de siempre, pero el discreto maquillaje untado delicadamente en su rostro no fue suficiente para ocultar la tragedia vertida a través de sus ojos que, ya secos, mostraban enrojecidos su pena. Sollozando, les dijo: “Gracias a todos. Esta vez Salgo…”, se detuvo unos momentos mientras se limpiaba el sudor que a falta de lágrimas humedecía sus pestañas y agregó: “sí cumplió”. Justo cuando afirmó esto, un petirrojo chocó contra el cristal del gran ventanal del velatorio. La mancha de sangre resultante, pintada naturalmente, no tenía igual. El arte, a veces, se manifiesta de manera lastimera.

 

Mientras algunos volteaban hacia el cristal y se levantaban, otros evitaban los ojos de Amista y tosían nerviosos tratando de ocultarse en las sombras que producían las coronas fúnebres al ser iluminadas de lado. Pero al toparse con la mirada, severa y fija, en la fotografía de su querido amigo, no pudieron abandonar el lugar y sólo se golpeaban la pierna, como si intentaran sacudir una polilla imaginaria de su fina tela importada, cortada a la medida para estrenarse en esta ocasión.

 

El más íntimo de todos se arregló la corbata y con voz fingida, dijo: “Siempre te extrañaré”.

Un silencio, cómplice de los que dudaban de lo dicho, llenó el espacio. De momento el

 

tiempo pareció detenerse, pero alguien más levantó la voz y exclamó: “¡Por Salgo!”, y

afirmó: “Un hombre honesto”.

La quietud, además de cómplice, se unió como testigo de lo dicho. La espera se prolongó mientras el espacio se reducía como resultado de las fricciones entre los más inquietos que deseaban salir del lugar al sentir que el tiempo parecía no avanzar hasta que Amista, finalmente, afirmó: “Hombre fiel”. Eso bastó para que las gargantas de la mayoría, incluidas no pocas mujeres, carraspearan y sus caras enrojecieran; no por efecto de la vergüenza, sino de las luces que anunciaban la hora de la misa de cuerpo presente que les recordaba la llegada del sacerdote, quien colocó solemnemente el manto blanco sobre el féretro mientras la música en vivo acompañaba los cánticos que recordaban la fe del difunto, cuyo último gesto, a pesar de la tanatopraxia, expresaba sorpresa. Sus ojos abiertos eran los últimos testigos de lo sucedido.

Entre oraciones, los sollozos se entrelazaban con los rezos, liberando a los más tristes de la congoja que habían contenido durante toda la noche. Los más allegados se cubrían con gafas oscuras, pero la pena que los consumía aún se leía en sus rostros, revelando el sufrimiento de su alma.

 

La celebración finalizó y muchos suspiraron, no tanto por la despedida en sí, sino por el fin del sacrificio que implicó la ceremonia, y se abrazaron dándose apoyo al escuchar: “Descanse en Paz”.

 

La doliente, la Amista de Salgo, rara vez se había sentido tan feliz, pero tuvo que disimularlo porque la Amista de verdad no siempre se sentía triste o alegre, simplemente era, sin importarle si Salgo la quería. La duda será su penitencia hasta que vuelva a verlo y pueda preguntarle.

 

Al final, las integrantes del club “Cenizas” se acercaron a Amista. Le ofrecieron consuelo y una membresía a cambio de su silencio. Todas lucían sus mejores galas, pero lo más sobresaliente era un anillo con una piedra preciosa, única e invaluable, que brillaba con vida propia al reflejar la ondulación de la luz de las velas. No era rubí ni esmeralda, sino una gema especial diseñada con los restos de sus esposos, la cual portaban orgullosas.

Amista ya esperaba, algo inquieta, la invitación. Pertenecer al club representaba una distinción, así que no lo pensó ni un segundo. A pesar de que la sospecha de homicidio aún flotaba en el aire, siempre había ambicionado un anillo de diamante como el de ellas. «Después de todo», murmuró, «Salgo cumplió su promesa: ‘Te haré feliz, aunque esté…'». Su voz se interrumpió abruptamente por el impacto del otro petirrojo al chocar contra el cristal. El pájaro cayó muerto a sus pies, recordándole el trágico momento en que su esposo hizo lo mismo.

 

A pesar de no creer en las coincidencias, Amista comenzó a temblar y susurró: “Esto no es casual”. Aunque su cabello largo le cubría los hombros, lo movió hacia la derecha en un

 

gesto de autocontrol. Esto le dio confianza y se tranquilizó al pensar que sus estremecimientos eran a causa del frío. Ya a solas, se despidió de su amado mientras esperaba el inicio de la cremación, enfrentando las horas más tristes de su vida, recordando lo que le dijo el día que se unieron: “Te doy lo que tengo, mi resto, y vivo sólo para darte más”. Sabía que lo extrañaría, él era su único sostén. Conforme pasaban los minutos, su fortaleza se fue debilitando hasta que, finalmente, sucumbió a la tristeza. Dos lágrimas sinceras resbalaron por entre el encaje de su vestido, buscando su corazón.

 

Afuera, el viento cambiante servía de testigo, ululando a veces o simplemente susurrando, acompañándola en sus sentimientos. La noche fría se avecinaba y Amista no tenía compañía, la soledad sería su refugio. El anillo de diamante bien valía la pena, pero más su hijo no deseado.

 

Y, por siempre, el Secreto del Muerto quedará escrito entre estas líneas.

 Pista: Hay un mensaje de Amista, diciendo la verdad. Por supuesto, está oculto.                   

 

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