José Juan Marín
Hay pocas cosas que ponen en suspenso nuestra vida, que nos obligan a hacer un alto en el camino y nos llevan a la reflexión íntima, al diálogo con nosotros mismos y a la meditación autocrítica.
Un desastre natural no previsto; que alguien altere con sorpresa y violencia la normalidad de nuestras vidas; que la muerte de alguien nos tome desprevenidos o que una pandemia nos arrebate la calma y la alegría, son acontecimientos que nos conectan con nuestro ´yo interior´ y pueden detonar un ejercicio de ensimismamiento, al final del cual podremos ver que somos débiles, vulnerables y finitos.
Entre nosotros, las fiestas decembrinas y dentro de ellas la Navidad y la noche de Año Nuevo, son ocasiones propicias para el dictamen de conciencia: reconocer lo que hemos hecho mal, estar dispuestos a corregir el rumbo y lanzar una cruzada por la mejoría y el crecimiento personal.
A veces no hay nada mejor que vernos cara a cara y confrontarnos con nosotros mismos, para reconocer que en algo fallamos, que tenemos la humildad suficiente que requiere el perdón y que estamos dispuestos a cambiar.
Y no hay nada mejor que estar a solas con uno mismo y con Dios, para reconocer renglones torcidos y asumir el propósito de enmienda.
La soledad y el frío del mes de diciembre, el simbolismo de la Navidad y lo que el Año Nuevo representa en nuestro espíritu, son como una cita en el confesionario para reparar nuestro interior, para poner detergente a nuestro lado oscuro y disponernos a brillar con la luz de un tiempo nuevo.
Hay culpas, hay omisiones y hay responsabilidades tan personales e íntimas, que no resultan visibles para ojos ajenos, pero sí para la propia conciencia.
Seguramente ahí hay pecados sociales, pecados políticos, pecados de omisión y un largo etcétera que cada uno conoce.
Es probable que estemos en falta porque en alguna ocasión no hicimos lo correcto o hicimos lo equivocado: ahí, en la capacidad de reparar el daño, es donde se reconoce la levadura y la grandeza espiritual de las personas.
Ojalá estos días, cuando estamos a punto de celebrar fiestas en las que el prójimo ama al prójimo, nos reencontremos con nuestra capacidad de perdón y hagamos de la fraternidad una respuesta a la altura de los seres humanos.
Ojalá y si algo significan la Navidad y el Año Nuevo en nuestras vidas, hagamos que ese significado detone un nuevo humanismo entre familiares, amigos y vecinos.
amigos que nos leen, tantas veces, desde el origen de los tiempos, los seres humanos se han juntado bajo los árboles a invocar, a encender una fogata, a hacer una acción de gracias, como si a los pies de los árboles pudiéramos encontrar la iluminación.
Hubo una vez un hombre que se iluminó debajo de un árbol y lo llamaron «Buda».
Hoy nuestros árboles navideños están llenos de luces que colocamos de adorno sobre sus ramas, pero ya no sabemos ni podemos iluminarnos.
Llegamos a la Luna, llegaremos pronto a Marte, pero de qué nos sirve llegar tan lejos en el espacio si no sabemos iluminarnos.
Espero que cada uno vivamos e iluminemos las fiestas de diciembre a nuestra manera; pero lo que hace que diciembre sea igual para todos, es el hecho de que nos invita a ser mejores de lo que hemos sido.