El Diamante

Juan F. Perales V.


 

Su aspecto era sencillo. Su vestimenta, algo pasada de moda, no le preocupaba. Aunque su sombrero verde lo distinguía del resto, su expresión sombría mostraba el mismo cansancio que se veía en muchos otros pasajeros. Pero en cuanto se colocaba las gafas y se sumergía en la lectura del periódico, daba la impresión de albergar pensamientos más profundos.

Cada anochecer, de regreso a casa, se veía obligado a tomar el Metro. Ese lapso era suficiente para observar y juzgar a los demás. Se sentía diferente a ellos, pero en realidad era igual, o al menos eso aparentaba si lo veías sin mirarlo, ignorándolo; así como él rehuía al limosnero que se acercaba a pedirle ayuda.

Estaba convencido de que todos los menesterosos eran conformistas. Él, en cambio, buscaba una oportunidad. Algo que lo sacara de su amargo transitar entre el día y la noche. Aunque daba por hecho que su lucha diaria tenía significado, anhelaba trascender.

—Qué triste es vivir sin ilusión —murmuraba cada vez que veía al resto y se regodeaba de su educación, a pesar de sus carencias. Apenas ganaba para mal comer, pero se sublimaba imaginándose que su destino cambiaría y que lo que hoy sufría mañana sería solo un mal recuerdo.

Se bajó del Metro y, mientras caminaba hacia su vivienda, se distraía pateando piedras y lamentándose por la desigualdad, a la que culpaba de su pobreza. Se consolaba con la idea de que un simple golpe de suerte podría cambiarlo todo. Al doblar el último recodo, la vio, y una sonrisa iluminó su rostro. La luz de la luna hacía brillar la más grande de todas las piedras, que, golpeada por su zapato, se había detenido justo al borde del abismo.

El hombre, sin pensarlo dos veces, corrió hacia ella creyendo que era un diamante. Su momentánea alegría se transformó en pánico cuando se dio cuenta de que se había impulsado de más y, sin poder frenar, resbaló y cayó, quedando colgado de una mano mientras que con la otra empuñaba fuertemente la piedra. Pensó que era su último momento. Angustiado, trató de subir, pero no lo logró, y comenzó a gritar:

—¡Auxilio!

Después de un rato pasó un hombre rico y oyó, a lo lejos, que pedían ayuda. Se bajó de su automóvil híbrido y prestó atención. Estaba a punto de regresar al auto cuando escuchó otro grito:

—¡Ayuda!

Acostumbrado a los negocios, vio la oportunidad de hacer una buena obra y de obtener algo a cambio:

—Dame la piedra y te subo —le propuso.

El hombre pobre miró hacia arriba buscando conocer a su salvador, pero el sombrero le impidió ver su rostro y, desconfiando de todo, apretó la piedra y contestó:

—Primero muerto que entregar mi diamante.

El rico, sabiendo que el pobre necesitaba de él, insistió:

—Está bien, dame sólo la mitad y te salvo.

 

El hombre pobre, aferrándose a su creencia, exclamó:

—¡Nunca!

Y, después de negarse tres veces, fatigado e incapaz de sostenerse, cayó al precipicio y murió en el acto.

El hombre rico bajó al acantilado, le abrió el puño, le quitó la piedra y la llevó a valuar. Poco después, su joyero de confianza, con gesto adusto, le dijo:

—Lo siento señor juez, la piedra no vale nada.

El juez sonrió, volteó a mirar al joyero y, sin dejar de sonreír, respondió:

—Te equivocas, vale una vida.

La apreciación del juez difería de lo establecido. Su preparación y experiencia le servían para tomar mejores decisiones. Lo que para alguien carece de valor, para otro puede ser esencial, o incluso vital. El joyero no entendía esto, y se rascó la cabeza, incrédulo.

El juez, satisfecho, se retiró con otro hermoso tesoro para su colección, mientras acomodaba las piedras restantes cerca del precipicio, esperando a que alguien más encontrara el diamante entre ellas o, al menos, a que valorara más su vida. Se conocía a sí mismo y sabía juzgar a los demás. Estos eran sus verdaderos diamantes.

Al día siguiente se publicó la noticia en el diario de la ciudad. Coincidentemente, a la misma hora que el hombre del sombrero verde acostumbraba a viajar, el vendedor de periódicos se abría paso entre los que abarrotaban el pasillo del vagón del Metro y, mientras mostraba su fotografía, anunciaba:

—Extra, extra, muere otro inconforme.

Justo en ese momento lo detuvo un hombre y le compró el periódico. Su aspecto era sencillo. Su vestimenta, algo pasada de moda, no le importaba. Aunque su sombrero verde lo distinguía del resto, lo que más me impactó fue su mazo rompe piedras y su actitud. La agresión destilaba por sus ojos.

Ajena a todo ello, una bella joven buscaba un asiento vacío. Volteaba hacia todos lados y apretaba disimuladamente su gargantilla. El diamante que el juez le había regalado por sus favores destacaba en su frágil cuello, llamando la atención de todos. El miedo a perder la joya era más fuerte que su satisfacción. Se había entregado por él y estaba arrepentida de estrenarlo ese día, en su cumpleaños 22, pero ya era tarde.

El hombre del sombrero verde se acercó a ella.

—¿Es real? —le preguntó.

—Es de cristal —contestó la joven, temblando y sin verlo a los ojos.

El hombre parecía no creerle. Por fin obtendría su anhelado diamante. Estaba a un paso de abalanzarse sobre ella cuando…

—Este será un viaje emocionante —murmuró un recién jubilado sentado frente a ellos, mientras los miraba y tecleaba.

 

Esto hizo que el hombre desistiera de su intento, y esperó.

Los torpes dedos del jubilado continuaron oprimiendo las teclas de su vieja computadora tratando de capturar lo que sus ojos veían, sin importarle que yo, a su lado, leía ávidamente cada línea que escribía.

—¿Por qué se detiene? —le pregunté intrigado.

—Porque ya me pasé —me dijo.

—¿Era su bajada? —dudé.

—No, resulta que solo escribo cuentos de mil palabras.

Esto me sorprendió sobremanera, y quise corroborarlo. Me fijé en la parte inferior del procesador y observé que aún faltaban cien palabras.

—¿Y el resto? —le pregunté.

—Está entre líneas —respondió y terminó este cuento.

—Pero falta la última —le reclamé después de contarlas.

—Tú la tienes —dijo sonriente.

—Encuéntrala —añadió, como un epílogo.

 

 

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