Piénsalo tres veces

La complejidad de lo simple

Por: Francisco Javier Rauda Larios


Por alguna extraña razón siento una rara fascinación por los oxímorones.

En mi anterior publicación, “El fin del principio”, hablé acerca de las pequeñas cosas que hacemos cotidianamente y que, por su simplicidad, no generan cambios trascendentales en nuestra vida, al menos así parece a simple vista.

Son, precisamente esas actividades tan simples y sencillas de las que hablé, como desayunar, tomar un baño, vestirnos, incluso una más maravillosa, trascendente y vital, que no mencioné, pero ahora mismo la señalo, respirar, las que, la mayoría por no decir que todos, damos por hecho, a las que debemos prestar nuestra máxima atención.

Cuando digo prestar nuestra máxima atención me refiero a lo que llamamos ahora mindfulness, entiéndase atención plena o, lo que es lo mismo, estar presente, en el aquí y el ahora.

Eckhart Tolle, en su maravilloso libro, “El poder del ahora”, nos habla, precisamente, de ese increíble poder al que podemos acceder todos y cada uno de nosotros, mi querido lector.

A ese momento tan singular en el que no existen ni el ayer, ni el mañana, solo ese preciso instante, en el cual tenemos, a su vez, el poder de hacer lo que queramos, ser felices, estar en paz, ser libres. Libres de problemas, de angustias, de temores.

Le voy a pedir, por favor, apreciable lector, que, justo en este momento, deje leer y realice el siguiente ejercicio.

¡Vamos!

No pierde nada con probar.

¡Inténtelo!

Haga una respiración profunda, inhalando por la nariz y exhalando, lentamente, por la boca. Sienta como el aire recorre, interiormente, el camino desde su nariz hasta sus pulmones y como éstos se van llenando y expandiendo. De igual manera sienta el flujo del aire y su recorrido desde sus pulmones hasta salir suavemente por su boca.

Sienta, además, la temperatura del ambiente, ¿es frio, tibio, caliente?

Sienta la superficie que pisa, y aquella donde está sentado o recostado, es dura, suave, plana, rugosa.

Perciba los olores en el ambiente, los sabores en su boca, si está degustando algo.

Sienta cada una de las partes de su cuerpo, cada dedo, manos, pies, piernas, pelvis, tórax, brazos, cuello, cabeza, ojos, orejas, nariz, boca, en fin, todo su cuerpo parte a parte y luego el todo, unido.

Sienta los objetos que toca, la taza del café, la computadora, la mesa, la ropa que trae puesta.

Le recomiendo que, preferentemente, cierre los ojos, y no solo para asegurarme que efectivamente dejo de leer, sino para que adquiera, como ya lo mencioné una consciencia plena de este preciso y valioso momento.

Otra de las maravillas de este maravilloso, valga la redundancia, si es que la hay, ejercicio, es que podemos hacerlo, aleatoriamente, las veces que queramos. Incluso, si vamos manejando, y queremos cerrar los ojos, podemos esperar la luz roja del semáforo, igual siempre habrá alguien que nos avise de que el color de la luz ha cambiado.

Podemos hacerlo de igual manera si nos encontramos en una cena con los amigos, jugando en el parque con nuestros hijos, en el trabajo.

Desde mi punto de vista, al menos así lo pienso y creo yo, el estar presentes nos hace darnos cuenta del milagro de vivir, de que estamos, justamente, aquí y ahora y eso, para mí, es darme cuenta del milagro que soy, como diría el finado Og Mandino en uno de sus célebres libros, soy “El milagro más grande del mundo” y no puedo, sino, agradecer a Dios por ello.

El agradecimiento, dicho sea de paso, es una fuerza muy poderosa.

[Prometo hablar de ello en una próxima publicación]

Quizá, y solo quizá, ahora que ha tomado plena conciencia del aquí y el ahora, mi querido lector, recapitule sobre el título que encabeza el presente artículo.

¿Dónde está la complejidad de lo simple?

He aquí mi respuesta.

Es tan simple que no lo hacemos, así de sencilla la cosa.

O, dígame, con toda confianza y franqueza, mi muy estimado lector, ¿Qué tan difícil le parece el ejercicio y, ¿Qué tan a menudo lo lleva a cabo?

¡Claro está!

Si por casualidad es usted monje o pertenece alguna asociación como la Gran Fraternidad Universal, seguro sabe de las bondades de lo que le estoy hablando, pero aún así, ¿seguro que lo hace con frecuencia?

Para concluir, hablaré nuevamente de Mandino, está vez citaré la que, para mí, es la más célebre de sus obras, “El vendedor más grande del mundo”, específicamente del pergamino número cinco.

“Viviré cada día como si fuera el último de mi existencia, y si no lo es, caeré de rodillas y daré gracias [a Dios].

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