José Juan Marín

El año que termina no puede compararse con ningún otro, porque cada año trae la riqueza de su propio afán. Cada año es único e irrepetible, pero de nosotros depende darle vida y encontrarle el sentido.

Sí podemos decir que el año que está por terminar, el 2022, fue mejor que el 2020, porque aquel fue el del inicio de la pandemia y la cuarentena, y el 2022 a pesar de la variante Ómicron y la entrada de la sexta etapa de esta pandemia, esperemos que sea su posible declinación.

Sin embargo, no podemos dar nada por sentado, porque la historia siempre está encinta de accidentes y es una caja de sorpresas.

Conviene decir que el año que viene, el 2023, puede ser un buen año para todos, pero eso depende de los fundamentos y el empeño que hayamos puesto para hacer de él un año diferente.

Los tiempos caen del cielo, pero nos toca a nosotros dotarlos de una esencia humana y darles el ser y, sobre todo, el modo de ser.

Si cae del cielo un tiempo perfecto e inmaculado, puede ser que nosotros nos situemos a su altura y hagamos de él un tiempo perfecto e inmaculado.

Pero también puede ser que no estemos a la altura, y que un tiempo bueno e inmaculado lo echemos a perder desviándolo de su afán y contaminándolo de impurezas.

Son pocas las ocasiones en que hemos sentido que el mundo de antes no existe: que fue remplazado por un mundo de arenas movedizas en el que nada se sostiene en pie.

El terrorismo, la polarización ideológica, los cataclismos naturales, las crisis ambientales y el eclipse de los valores universales, es lo que nos hace pensar que desde hace años, nace un mundo que asusta.

Las guerras y las masacres son una expresión de la crisis de la razón posmoderna.

Si el mundo parece girar sin centro ni ejes ordenadores, también algunas naciones viven su propia crisis interna, identificable en la crisis de rumbo de sus sociedades y sus gobiernos.

La facilidad con que se atenta contra la tranquilidad y la vida de otros, lo que nos dice es que avanza un sentimiento de minusvaloración de la vida, que puede poner en peligro la cohesión, la estructura y la viabilidad de nuestras sociedades.

Dentro de la crisis actual, el miedo a lo desconocido, el miedo a la realidad y el miedo a la calle son síntomas de que algo no anda bien entre nosotros, y debemos corregirlos con urgencia.

Para todo o para casi todo, hemos olvidado por superficialidad y egoísmo el valor de las personas y el sentido primordial de lo humano.

Si otros urden las sombras y trabajan para la oscuridad, no nos queda sino convertirnos en luz de nosotros mismos y de nuestro entorno.

Si el poder ha perdido su antigua capacidad de generar sentido y ser fuente de respuestas, cada radioescucha puede ser fuente de sentido y de respuestas en su entorno.

Por tanto, para esta navidad y para despedir el año, no nos queda sino apelar a la felicidad y la esperanza de cada uno que no se venden en el mercado, sino que depende de cada uno construirla a la altura de nuestros sueños.

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